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Luz en mi Camino

1 abril, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. Domingo de Ramos y de la Pasión (A).

Is 50,4-7

Sl 21(22),8-9.17-18a.19-20.23-24

Flp 2,6-11

Mt 26,14–27,66

Hoy la Iglesia celebra al mismo tiempo el Domingo de Ramos, símbolo que evoca las esperanzas mesiánicas y anticipa la victoria de Jesús (Cf. 1Mac 13,51; 2Mac 10,7), y su pasión y muerte de cruz que es el camino que conduce a su glorificación y en el que se revela que Dios es amor misericordioso y salvífico a favor de todos los hombres. Es así como se concluye la Cuaresma y se da paso a la que la Iglesia Oriental llama “Gran Semana” y nosotros denominamos Semana Santa, en la que conmemoramos los eventos centrales de nuestra salvación.

Desde diversas perspectivas, las tres lecturas hablan de los sufrimientos del Mesías. Isaías lo hace de modo profético en la figura del Siervo de YHWH; Pablo como reflexión hímnica del Misterio de Cristo; y el evangelio como narración de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, Mesías e Hijo de Dios, en quien Dios cumple todas sus promesas.

En el tercer canto del Siervo, Isaías se refiere proféticamente a las humillaciones y violencias que tiene que soportar el “Siervo del Señor”. Apaleado en la espalda como si fuera un pelele sobre el que se abaten los desprecios y desmanes de nobles y plebeyos, odiado, despreciado y torturado (salivazos-ultrajes-mesan su barba), el Siervo pone toda su confianza en el Señor, seguro de que en su humillación le hará justicia frente a todos sus enemigos (Is 50,7). De hecho, es YHWH (el “Señor”) — nombre que asume el aspecto misericordioso de Dios —, quien le ha abierto el oído para que escuche su palabra como los discípulos (Is 50,4), y le ha dado a conocer así su voluntad redentora: «El que de entre vosotros tema a YHWH oiga la voz de su Siervo. El que anda a oscuras y carece de claridad confíe en el nombre de YHWH y apóyese en su Dios» (Is 50,10). El Siervo no sólo sabe que el Señor está próximo al abatido y que hace justicia a quien se acoge a Él, sino que comprende que su propia entrega amorosa cumpliendo la voluntad del Señor será el modo de salvar y ganar para Dios a los mismos que le ultrajan y martirizan, pues, como revelará el cuarto canto, “Él será herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Soportará el castigo que nos trae la paz, y con sus heridas seremos salvados” (Cf. Is 53,5).

El Mesías se presentará, por tanto, humilde y manso, obediente a Dios y entregado completamente al cumplimiento de su voluntad a favor de la humanidad. Y el arma que utilizará no será el caballo, símbolo del poder político-militar, sino el amor misericordioso que es la única arma capaz de liberar al ser humano del pecado, del mal y de la muerte, y de ganarlo completamente para Dios. Por eso, dirá San Pablo, que, aun siendo de condición divina, Cristo se hace hombre y se abaja, se humilla a sí mismo y toma la condición de “siervo” para poder llegar a lo más profundo de la miseria humana, a las consecuencias más terribles producidas por el pecado y que, como redes de muerte, atenazan el corazón del hombre. Jesús, el Cristo, aprende sufriendo a obedecer (Cf. Heb 5,8), y a obedecer por amor y sólo por amor hasta la muerte y muerte de cruz, símbolo del “infierno” en el que el mal sume a los hombres. Jesús cumple y supera sobre manera la profecía de Isaías, y aparece como el Siervo-Hijo de Dios abatido, humillado, pisoteado y asesinado por la maldad y la crueldad del hombre, pero justificado por Dios y ensalzado sobre todas las cosas, el Único en quien el hombre encuentra la reconciliación con Dios y recibe el don de la vida eterna.

El Siervo de YHWH es, por consiguiente, Jesús de Nazaret, quien cumple la misión redentora recibida del Padre en su pasión, en la que la humillación y el sufrimiento extremos, asumidos con un amor sin límites al Padre y a los hombres, son los protagonistas a través de los cuales resplandece que Dios es amor volcado hacia el hombre, porque «tanto amó dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

En el trasfondo de la pasión según san Mateo resuena la figura del Siervo sufriente de Isaías, hecha ahora realidad en el Nazareno. El drama de la pasión se va sucediendo en una serie de escenas en las que siempre late el anuncio jubiloso de la salvación ofrecida en Cristo-Jesús. Me detengo en alguna de ellas y señalo brevemente su relación doctrinal con las lecturas evangélicas que han ido presidiendo los domingos de la cuaresma que hoy concluye.

En la Cena Pascual (Mt 26,26-29), Jesús anticipa sacramentalmente el misterio salvífico de su pasión en la transformación del pan y del vino en su cuerpo y su sangre, en la que queda sellada la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres. Él, como dijo a la samaritana (3er domingo de cuaresma), aparece así como el “agua viva” y como el alimento que los discípulos no conocían, y que ahora se les ofrece hecho “comida y bebida” de salvación universal (Jn 4,10.32.34.42).

Tal y como dijo el Padre a los discípulos en el monte de la Transfiguración (2º domingo de cuaresma), sólo unidos a Jesús y siendo obedientes a sus palabras podrán superar la tentación y el escándalo de la cruz, y alcanzar la gloria de la resurrección (Mt 16,21–17,9). En la agonía del Getsemaní (Mt 26,36-46), Jesús, plenamente consciente de lo que le espera y de la finalidad de su pasión y muerte, sufre anticipadamente, a través de la oración, la pasión. Pero lejos de abatirse y dejarse llevar por sus sentimientos de tristeza y angustia, se afirma en su unión con Dios y se une totalmente a la voluntad del Padre en el sufrimiento terrible que va a padecer. El Hijo transfigurado en el monte Tabor debe de ser también escuchado cuando aparece desfigurado ya por la tristeza mortal que embriaga su alma, pues en medio de su dolor no olvida a sus discípulos sino que, mostrando su corazón materno, se preocupa por ellos y les enseña qué es lo que tienen que hacer para poder conservar la vida y no ser apartados de Él por la tentación: «Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Mas ellos, incapaces de entender y de obedecer, no orarán y sucumbirán a la tentación.

En la traición de Judas y en la huida posterior de los discípulos, Jesús asume al dolor y la tristeza causada por la infidelidad y el abandono de los más allegados, de los amigos más íntimos (Cf. Mt 26,14-16.56). Ellos sucumben a la tentación de unas monedas y al temor a perder su vida terrena por seguir a Jesús. Sin embargo, Él, tal y como se veía el primer domingo de cuaresma, no sólo manifiesta que vence al Maligno en todas sus argucias, ahora presentes en la felonía de los suyos, sino también que su unión con el Padre es prioritaria y nada ni nadie le separará de Él.

Al ser arrestado, Jesús se reafirma en su actitud amorosa y humilde a la voluntad del Padre revelada a través de las Escrituras (Mt 26,54.56), y la expresa a través del perdón y de la mansedumbre, tal y como le dirá a su discípulo: «Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52). Pero ninguno de ellos estaba todavía fortalecido para seguirle por el camino del amor total, no habían orado como les había dicho, no le habían escuchado como les había exhortado el Padre, y ahora, ante el sufrimiento que se avecina, le abandonan y huyen.

En el proceso ante el Sanedrín (Mt 26,57-68), durante el que simultáneamente Pedro, caído en la tentación, está negando al Maestro y Señor que tanto le quiere (Mt 26,69-75), Jesús revela sin tapujos el misterio de su Persona y la certeza de que el Amor vencerá sobre el pecado y la misma muerte que éste provoca, pues, les dice, «veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). Aunque de otro modo y en una situación diversa, Jesús enseña a los miembros del Sanedrín lo mismo que enseñaba la semana pasada a Marta, la hermana de Lázaro, esto es, que Él es la “resurrección y la vida” (Jn 11,25-26), y que “el que cree en Él, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Él, no morirá jamás”. Su testimonio ante las autoridades judías es, por tanto, una llamada a la conversión y a la fe, a que crean verdaderamente en que Él es el Mesías y el Hijo de Dios a quien le es propia la vida y el juicio.

Ante el procurador romano (27,11-26), Jesús sufre sobre sí el abuso del poder político y la injusticia e indiferencia de la autoridad que carga sobre el Inocente la propia vileza. Pilato sanciona la reclamación del pueblo judío y entrega a Jesús para que sea crucificado tras haber ordenado flagelarle. La mujer de Pilato reconoce a Jesús como “justo” y preanuncia, en medio de la tragedia, la futura victoria de Jesús a quién acogerán los paganos por medio de la fe. Al igual que el ciego de nacimiento (4º domingo de cuaresma), la mujer ya da un paso adelante en el reconocimiento/visión de Jesús, y será a ella, en cuanto símbolo del pueblo pagano que se abre a la Luz, a quien serán enviados los discípulos por Jesús resucitado para que le anuncien el evangelio de la salvación (Cf. Mt 28,18-20) y pueda llegar así al pleno conocimiento o “visión” de la persona de Jesús.

Por último, todo el universo está convocado ante el Nazareno en el momento de su crucifixión y muerte: «Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona… tembló la tierra y las rocas se hendieron» (Mt 27,45). La oscuridad representa las fuerzas malignas y negativas que se oponen a Dios, y la humanidad, a través de las blasfemias, derrama sobre el Crucificado todo el mal que la corroe en su interior: «“Tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz”… “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en Él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: ‘Soy Hijo de Dios’”» (Mt 27,40.42-43). Pero, al igual que sucedió con Lázaro, el amigo de Jesús que vio la luz de la vida tras ser rescatado del sepulcro, la luz victoriosa está presente en este momento de desolación y abandono, pues se vislumbra el surgir de los creyentes-paganos, ya que el centurión y los soldados, que poco antes le habían flagelado, coronado de espinas, denigrado y clavado en el madero de la cruz, dirán con asombro: «Verdaderamente Éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). Y también los justos que, a semejanza de Lázaro, habían muerto siendo “amigos de Dios”, son liberados ahora por Cristo, arrancados del poder de la muerte y sacados definitivamente del sepulcro de los pecados.

Hoy entramos en la Semana Grande, y en la Eucaristía recibimos ya el fruto de la pasión de Jesús que nos entrega su Cuerpo y Sangre, nos une con el Padre y nos infunde el don del Espíritu Santo para que vivamos unidos a Él como discípulos suyos, escuchando sus palabras y aprendiendo a amar como Él mismo nos ha amado, para poder alcanzar el premio de la plena unión de vida con Dios a la que Él mismo nos llama desde lo Alto.

 

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