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Luz en mi Camino

25 septiembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 27º Domingo del tiempo ordinario (A)

Is 5,1-7

Sl 79(80),9-20

Flp 4,6-9

Mt 21,33-43

El evangelio de este domingo gira en torno a la imagen de la viña, un símbolo ampliamente usado en el AT para referirse a la mujer amada (Cf. Ct 2,13.15), a la Sabiduría (Cf. Sir 24,17), o a Israel, considerando la alianza y las relaciones establecidas entre YHWH y su pueblo, tal y como testimonia el Salmo: «Una viña sacaste de Egipto… has derribado su cerca… vuélvete… ven a visitar tu viña… no nos alejaremos de ti» (Cf. Sl 80,9.13.15.19). La primera lectura también hace referencia a esta última acepción y ayuda a la comprensión de la parábola evangélica de los viñadores homicidas, una parábola que sigue a aquella proclamada la semana pasada sobre los “dos hijos”, y que continúa teniendo como escenario la explanada del tempo y como interlocutores directos a las autoridades judías (Cf. Mt 21,23).

    El canto del primer Isaías, un profeta del s. VIII a.C., está destinado a los viñadores y encuentra su marco más apropiado en la fiesta otoñal de la vendimia, durante la celebración de la solemnidad de las Tiendas. El poema pasa del gozo a la desilusión y al dolor profundo que se siente por el amor traicionado. La espera del amigo, del amado, del Señor, se ve trágicamente frustrada, ya que “esperaba uvas de su viñedo pero dio agrazones” (Is 5,2). Con esta imagen, el profeta expresa las traumáticas relaciones que vive el Señor con su pueblo, de quien esperaba derecho (מִשְׁפָּט, mišpā) pero produjo el asesinato de inocentes (מִשְׂפָּח, miśpāḥ), de quien aguardaba justicia (צְדָקָ֔ה, edāqāh) pero causó el lamento de los oprimidos (צְעָקָה, eāqāh) (Is 5,7). La similitud de los términos hebreos empleados enfatiza aún más la trágica realidad de esta relación religioso-salvífica vivida entre Dios e Israel, su viña amada, manifestando con ello que la humanidad puede afligir, herir y desilusionar las esperanzas de amor depositadas por el Señor en ella.

    Esta verdad queda claramente evidenciada en aquello que acontecerá a Jesús, “Dios-con-nosotros”, y que la parábola de los viñadores homicidas ya preanuncia. Jesús sabe que los dirigentes judíos están maquinando deshacerse de Él, y que la oscuridad, la obcecación, y el pecado que les envuelve tienden sus tupidas redes sobre estas intrigas. La consecuencia de todo esto será la violencia y el asesinato de Jesús, consecuencia que Él está dispuesto a aceptar por amor, pero no sin antes haber iluminado y revelado la responsabilidad que tienen en su muerte las autoridades y, junto con ellas, todo el pueblo elegido (Cf. Mt 27,25).

    El protagonista de la parábola es el patrón, es decir, Dios, y, vinculado a Él, la humanidad — pues en el contexto evangélico la “viña” supera definitivamente los límites de Israel —, sobre la que desea establecer su reinado (Cf. Mt 28,19-20). El acento no cae, por tanto, sobre el juicio y el castigo que merece el pecado humano y que los mismos dirigentes dictaminan inconscientemente sobre ellos: «A esos miserables les dará una muerte miserable» (Mt 21,41), sino sobre la verdad del amor inmenso y omnipotente de Dios que supera las desilusiones que provocan los hombres al hacer surgir de la destrucción causada por el mal un pueblo nuevo salvado en esperanza y capacitado para caminar en la verdadera fidelidad, que es la tierra buena que produce frutos según el corazón de Dios (Cf. Mt 21,43).

    La parábola se convierte, de algún modo, en una alegoría de la historia salvífica. Dios ama a los hombres, con un amor del que Israel es el primer beneficiario. Todo lo que el patrón-Dios hace por su viña — plantarla, cavar un lagar, edificar una torre de vigilancia —, es manifestación de su amor y evidencia de que todo es obra suya y le pertenece absolutamente. Pero el patrón-Dios se ausenta (Mt 21,33), es decir, no se le ve físicamente, aunque su presencia late tanto en la viña plantada por Él como en los criados que Él mismo envía.

    Los siervos enviados a los labradores (Cf. Mt 21,34) representan a los profetas de Israel, a través de los cuales el Dueño jamás ha dejado de estar relacionado con su viña y de reclamar sus frutos “a su tiempo”. Pero los viñadores encargados de cultivarla y de entregar la recolección al Patrón “agarran, apalean, matan y apedrean” a los criados, no recibiéndolos como enviados del Dueño de la viña, y agravando y tensando con ello sus relaciones con Él (Cf. Mt 21,35).

    El Patrón muestra su paciencia enviándoles más siervos, a quienes tratan de igual manera (Cf. Mt 21,36), por lo que decide poner en acto toda su autoridad y enviar a su Hijo único, de tal modo que aquello que le hagan lo harán directamente a su Padre, de quien es “carne y sangre” y heredero de todas sus posesiones. En definitiva, el Dueño será o no será respetado en la persona del Hijo y las intenciones de los viñadores quedarán plenamente manifestadas. Éstos reconocen al heredero, le agarran y le matan fuera de la viña, quedando así sobrentendida la pasión de Jesús y su muerte fuera de los muros de la Ciudad Santa. Ahora bien, no obstante todo esto, Jesús no trata aquí de revelar la culpabilidad espiritual de los dirigentes o adversarios de Jesús — que en realidad no le reconocen como el heredero —, sino de desvelarles antes de su pasión la gravedad que supone rechazar a Dios mismo en su Enviado — manifestado plenamente como tal al resucitarle de entre los muertos —, y de dejar así preparada una futura conversión de ellos y de todos los hombres (Cf. Rm 11,25-32).

    Jesús les menciona el Sl 118,22-23, que interpreta como una profecía que se cumple en su persona. Él es la piedra angular, la clave de bóveda que da sentido pleno a toda la edificación, es decir, a toda la obra de la creación y de la salvación realizadas por el Señor, rematándola y concluyéndola perfectamente. Jesús es el Hijo que no se presenta por cuenta propia sino por un acto soberano y prodigioso de Dios-Padre, el Señor que «es quien lo ha hecho y es maravilloso a nuestros ojos» (Sl 118,23).

    La enseñanza de esta parábola no se reduce, por tanto, a los dirigentes judíos y al pueblo de Israel. Ni tampoco el pueblo fiel que recibe el Reino de Dios se identifica con una nación pagana o con los gentiles en general, sino que, dentro del contexto neotestamentario, aquellos que “dan frutos” de vida eterna en el Reino de Dios son aquellos, judíos o gentiles, autoridades o no, que escuchan, creen y reciben a Jesús como el Mesías y el Hijo de Dios. Estos tales pasan a formar parte del nuevo y definitivo pueblo de Dios — del que la Iglesia es sacramento universal de salvación —, y cuyos frutos son los hombres que, a través de su testimonio de fe y de amor, son conducidos a creer en Jesús, en quien se compendia, funda y extiende el Reino de Dios.

    Pablo, en la segunda lectura, enfatiza esta necesidad de estar unidos a Dios y a Cristo por medio de la oración y del amor mutuo, teniendo en cuenta «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito», para permanecer en su Reino y dar frutos de vida eterna (Cf. Flp 4,6-8). Esta unión con Dios y este amor extremo es lo que celebramos en la Eucaristía, en la que acogemos a Jesús, el Enviado e Hijo de Dios que se nos da completamente en su cuerpo y sangre, haciéndonos más conscientes de que Él ha cargado con nuestros pecados y nos ha hecho propiedad suya, su viña y el pueblo de su posesión, y de que nos ha capacitado con su Espíritu para ser sus testigos en medio de la humanidad, el fruto que, por Él y en Él, tenemos que ganar para Dios.

 

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