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Luz en mi Camino

8 abril, 2024 / Carmelitas
Tercer domingo de Pascua (B)

He 3,13-15.17-19

Sl 4,2.7.9

1Jn 2,1-5a

Lc 24,35-48

    La resurrección de Jesús es el fundamento y el contenido esencial de la fe y del kerygma cristiano. No es extraño, por tanto, que el interés apologético sobre la resurrección corporal de Jesús reaparezca nuevamente en el evangelio lucano de hoy. La escena subraya y defiende la identidad y realidad física del Resucitado. Y lo hace empleando unos rasgos veristas asombrosos, con el fin de disipar toda duda y hacer que la fe brille en medio de la comunidad cristiana. Esta experiencia sensible y real del Resucitado que tuvieron los primeros discípulos, fundamentó la misión evangelizadora y les capacitó para anunciar, en su Nombre, la conversión y el perdón de los pecados, una temática que, de uno u otro modo, aúna las tres lecturas de esta liturgia dominical.

    Situado en el Pórtico de Salomón — un paseo cubierto, formado por dos filas de columnas que se extendían por el flanco oriental del patio de los gentiles en el templo de Herodes —, Pedro anuncia a “todo el pueblo” (He 3,11), la gran alegría del perdón. Pero comienza con una fuerte acusación contra el pecado cometido: «… Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida,…» (He 3,13-15). El pecado es siempre una rebelión voluntaria contra Dios, un necio intento de querer eliminar del propio ámbito vital al mismo Autor de la vida. Pedro proclama, sin embargo, que, en Jesús resucitado el mal, el pecado y la muerte han sido vencidos, y que Dios le ha establecido como fuente de perdón, de amor y de vida para el hombre, quien ahora tiene que responder arrepintiéndose y convirtiéndose (He 3,19), esto es, reconociendo el propio pecado y orientando totalmente su vida, con plena confianza, al cumplimiento de la voluntad de Dios revelada en Jesús.

    También Juan anuncia el perdón de los pecados en su carta. Ante el Padre, el Juez justo, el hombre no puede mantenerse en pie; los pecados que reiteradamente comete le abaten, aplastan, humillan y corroboran su segura condena. En dicha situación, se coloca junto a él la misericordia divina encarnada, un defensor santo y justo que le levanta de su postración y le santifica para que se ponga de pie y pueda compartir, además, la misma vida de Dios. Este abogado es Jesús: «Tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1Jn 2,1). Él ofrece su misma vida como propiciación por nuestros pecados, para que unidos a Él, redimidos, liberados y santificados, podamos acercarnos al seno del Padre. Pero también aquí se pide al hombre una respuesta adecuada al don ofrecido: “guardar sus mandamientos” (1Jn 2,3-4), es decir, se le pide que viva como verdadero discípulo de Jesús, aprendiendo a perdonar y a amar a los hermanos como Él mismo le ha perdonado y amado.

    Lucas muestra que, este anuncio de la Buena Noticia, de la conversión para el perdón de los pecados, no es una invención de los apóstoles, sino que procede del Resucitado, a quien ellos vieron y tocaron, a quien escucharon, de quien recibieron el perdón, y por quien fueron enviados a anunciarlo.

    Después del testimonio de Pedro, y de los discípulos de Emaús, los demás discípulos aceptaban que Jesús había resucitado (Lc 24,34), pero esto no les establecía todavía como testigos cualificados del Evangelio entre las naciones. Antes tenían que verificar personalmente la realidad concreta de tal evento y escuchar directamente del Resucitado el cumplimiento de todas las promesas veterotestamentarias. Así lo manifiesta el hecho de que, no obstante su incipiente fe, sus ideas sobre el Resucitado no fueran claras, sino más bien confusas. Ante su aparición y viendo su naturaleza corpórea, se sobresaltan y llenan de miedo (Lc 24,37), pues “pensaban ver un espíritu”. En la idea que se habían formado del Resucitado, los discípulos no esperaban ver a Jesús en persona, sino sólo su ser incorpóreo, su espíritu. Jesús les serena y les confirma que es Él, el mismo que estuvo crucificado, el Maestro que conocieron, con el que vivieron, quien les enseñó, obró y murió estando en medio de ellos; y les confirma la realidad de la resurrección de su cuerpo mostrándoles las manos y los pies (con las señales de los clavos de su crucifixión; Lc 24,38-40; Cf. Jn 20,25) y se deja tocar. Ahora bien, la “incredulidad” de los discípulos es importante, pues excluye la hipótesis de una autosugestión colectiva y corrobora la resurrección real de Jesús.

    La experiencia sensible y visible del Resucitado se acentúa a continuación al pedir un alimento y “comer delante de ellos” un trozo de pez asado (Lc 24,42-43). Lucas quiere eliminar todas las dudas sobre la realidad corporal de Jesús resucitado. Pero por este relato, Lucas ha sido perseguido a lo largo del último siglo por muchos lectores y estudiosos. Su texto ha sido vaciado sistemáticamente de contenido hasta llegar a afirmar que “los discípulos vieron un fantasma pero no la presencia corporal de Jesús”, esto es, hasta llegar a afirmar todo lo contrario de aquello que transmite y que es su finalidad primaria: dar testimonio de la aparición corporal de Jesús resucitado a los apóstoles.

    Al reconocimiento de Jesús, crucificado y resucitado, sigue el encargo misionero (Lc 24,47-48). Jesús mismo capacita a sus discípulos para dicha misión al abrir sus mentes para que comprendan que todas las promesas contenidas en las Escrituras se cumplen en Él. Jesús no dice nuevas cosas, sino que les remite a aquello dicho y obrado en su existencia terrena, donde les anunció la necesidad divina de su pasión y muerte, en conformidad con las Escrituras (Lc 24,44-45; Cf. 9,22.44; 18,31-33). Toda la Escritura judía (Ley, Profetas y Salmos), nuestro AT, tiene que ser leída a la luz del evento pascual, porque se cumple en Jesucristo, es unificada en Él en su valor profético, y adquiere en Él su pleno significado.

    El objetivo esencial de la predicación apostólica será aquel de conducir a todos los hombres a Cristo, anunciándoles la conversión para la remisión de los pecados (Lc 24,47). Jerusalén, lugar donde concluyó Jesús su camino, se convierte en el centro geográfico y teológico de la historia salvífica desde donde el evangelio comenzará a difundirse a todas las naciones.

    La Pascua crea hombres nuevos, libres de las ataduras del mal y del pecado, en el perdón, la paz y la alegría que trae el Resucitado. En Él, tienen los hombres “el corazón nuevo y el “espíritu nuevo” que les convierte en testigos del Dios vivo que tanto les ha amado en su Hijo unigénito.

 

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