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Luz en mi Camino

26 noviembre, 2022 / Carmelitas
Primer domingo de Adviento

Is 2,1-5

Sl 121(122),1-2.4-9

Mt 24,37-44

Rm 13,11-14

A diferencia del tiempo cuaresmal, que da inicio solemnemente con la celebración del Miércoles de Ceniza y tiene una duración precisa de cuarenta días, el Adviento — a semejanza del ladrón de la parábola evangélica —, irrumpe sin previo aviso y no tiene una extensión fija de días. De este modo, por medio de la liturgia eclesial, Dios nos enseña que todo momento de la vida cristiana tiene que estar caracterizado por aquello que significa el Adviento: atenta y vigilante espera en el Señor que viene.

Mas el inicio de un nuevo ciclo y tiempo litúrgico nos recuerda, también, que el tiempo cronológico pasa deprisa y que ya estamos próximos al final del año solar, lo cual puede provocarnos la sensación de que todo pasa fugazmente y desaparece, una vez vivido, para siempre. Por eso la Iglesia, Madre y Maestra, viene en nuestra ayuda a través de la liturgia de la Palabra — que a lo largo de este año girará alrededor del evangelio de Mateo —, para que no caigamos en la melancolía, y miremos esperanzados y jubilosos hacia el amanecer del nuevo Día que se avecina. De hecho, las lecturas proclamadas, considerando la experiencia diaria del hombre, utilizan el símbolo del día y de la noche para dejar entrever, simbólicamente, ese nuevo Día que esperamos. La vida humana en este mundo, y esto lo sabe bien el cristiano, se asemeja a una noche, pero una noche que camina y que cada vez está más próxima (también cronológicamente), de ser absorbida en la aurora perenne de la Luz divina.

Y hablar del día es mirar hacia la luz, y ésta no nos habla sino de vida, de la vida interminable que, como dice el Sal 36, se enraíza en el mismo Dios: «En Ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz» (v.10). Y nosotros sabemos que, para el hombre, no existe otra “fuente de la vida”, ni “otra luz” que Jesucristo. La noche, por el contrario, nos recuerda las tinieblas y la esclavitud, el mal y la muerte. Es esto lo que siente y expresa el salmista, en un lamento profundo que derrama ante Dios; tan profundo y sentido como honda y extrema es su aflicción en medio de la “noche” en la que Dios mismo ha permitido que se encuentre: «Porque mi alma de males está ahíta, y mi vida está al borde del Sheol… Me has echado en la profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos… Has alejado de mí compañeros y amigos, son mi compañía las tinieblas» (Sl 88).

Tanto en el día como en la noche late, como vemos, una secreta y misteriosa presencia espiritual divina a la que hay que adherirse para poder amanecer, junto con ella, en el nuevo Día. Y tal presencia palpita en los tres días y tres noches que nos presenta la liturgia hodierna.

El primer Isaías, un profeta del s. viii a.C., habla de un Día que irrumpirá al final de los tiempos. Iluminado por Dios, el profeta contempla un mundo envuelto en la oscuridad de la guerra y de la muerte, en un incesante alzarse de pueblos que blanden la espada contra otros pueblos, para hacer correr, sobre la seca tierra, ríos de dolor y de sangre. Sin embargo, existe una luz misteriosa y divina que ya está irradiando sus rayos desde “el monte de la Casa del Señor” y que, al final de los días, iluminará a todos los pueblos y les convencerá del pecado y del mal que realizan, hasta el punto de que transformarán las armas que blandían por arados y podaderas, es decir, en utensilios que simbolizan el tiempo de paz, bienestar y prosperidad prometido por Dios. Por aquel entonces, no sólo los hebreos sino todos los pueblos, y desde todos los lugares de la tierra, se dirigirán, como una inmensa procesión de peregrinos, hacia Jerusalén y el monte de Sión, lugar desde donde se difunde la luz: «Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos» (Is 2,2-3).

En medio de la noche de nuestro mundo, agitado por guerras, divisiones y males, Dios anuncia, por medio de su profeta, que su proyecto para el hombre es de paz, y que su Palabra lo suscitará en el hombre y lo llevará a cumplimiento. Ya desde hace dos mil años y partiendo de Jerusalén, está irrumpiendo, por todo el universo, el germen vivo y luminoso de la proclamación evangélica, porque Dios ha cumplido en su Hijo la profecía de Isaías, y le ha establecido y manifestado como el Monte que irradia la Paz y la Justicia, llamadas a implantase en toda la creación al final de los tiempos. Por eso ya se anuncia ahora a toda la humanidad, la Buena Noticia de la gran peregrinación: «Venid, caminemos a la luz del Señor».

También el evangelio nos habla de otra noche en la que el hombre tiene que esperar, atentamente, la luz del alba. Jesús la describe en la sucinta parábola del ladrón. Éste encuentra precisamente en la oscuridad de la noche, el medio más adecuado para desarrollar toda su habilidad y actuar por sorpresa, con el fin de poder vaciar, con suma celeridad, las arcas y cajones de la casa, y obtener así un “suculento botín”. Es afortunado, ciertamente, aquel dueño de la casa o aquel padre de familia que se encuentre despierto en aquel momento de la noche en que, como una sombra, irrumpirá el ladrón. Lo importante aquí es comprender que Jesús convierte al ladrón en imagen de su venida, por lo que exhorta a sus discípulos, “dueños de la Casa”, a “estar preparados, porque a la hora que menos piensan llegará el Hijo del hombre” (Cf. Mt 24,44). Es así como Dios hace acto de presencia en nuestra historia, personal o universal; siempre lo hace de manera libre y misteriosa porque es el Señor, de ahí que sea imposible hacer previsiones cronológicas sobre el cuándo del retorno glorioso de Jesús.

Sus exhortaciones deben ser tomadas seriamente para convertirnos en hombres “despiertos” y dejar de vivir como “necios”, entorpecidos y cegados por la indiferencia y la rutina egoísta. El trabajo, el estudio, las caricias y las palabras de quien ama, el esfuerzo del deportista, los gestos del sacerdote, la perseverancia en la realización de un proyecto,…, todo ello es rutina, vida ordinaria; como rutina es la fe y — con el paso del tiempo — la misma caridad en “rutinaria” se transforma, como nace también la esperanza de modo espontáneo en aquel que ama a Dios. Pero lo rutinario u ordinario, como Jesús subraya en el evangelio, es para su discípulo una continua preparación en espera de la venida de su Señor: ni actitudes espectaculares, ni proezas admirables, sino un saber vivir — cada vez más intensamente en la voluntad del Señor —, las cosas ordinarias de la vida. El cristiano hace de la rutina un elogio de su fidelidad a Cristo y a la voluntad del Padre; para el pagano, sin embargo, la rutina se convierte en pesadez y lobreguez porque, no esperando nada, se encuentra encerrado en la tiniebla y soledad de su propio egoísmo, sin percibir la irrupción libre y misteriosa de Dios en los momentos ordinarios de la vida.

Pero que, ante la rutina, nadie se engañe: el “ladrón”, el Hijo del hombre, vendrá, y será entonces cuando su Luz manifestará la realidad profunda de cada uno frente a la exterior igualdad que ahora vivimos: el trabajo, la fatiga, los sufrimientos y las alegrías, la vida y la muerte, alcanzan por igual a todos los hombres, pero en todas esas cosas y rutinas, no es lo mismo obedecer y seguir a Cristo que desobedecerle, ni es lo mismo ajustar los pasos a la voluntad de Dios que obrar impunemente e impíamente sin temor alguno de Dios. Todo, cierto, se concluirá igual para todos, pero cuando el Hijo del hombre se presente con la aurora del nuevo Día, entonces su Luz efectuará una radical separación, tan imprevista como su misma venida, de tal modo que «entonces estarán dos en el campo: [pero] uno será tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: [mas] una será tomada, la otra dejada» (Mt 24,41). La exhortación a la vigilancia rebosa, por eso, amor y misericordia, para que seamos hombres sabios y prudentes: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24,42).

Por último, el apóstol Pablo también presenta, a nivel moral, otra noche, llamando la atención sobre el obrar concreto del creyente. Existe una noche tenebrosa del alma, aquella de la inmoralidad, siempre circundada de un rimbombante y siniestro séquito: «comilonas, borracheras, lujurias, desenfrenos, rivalidades y envidias» (Rm 13,13). Pero también existe el día resplandeciente del alma, semejante al despertar del nuevo día, cuando en la fresca mañana las sombras se disipan y huyen, y el hombre, despertándose del sueño, se prepara para afrontar nuevamente la vida cotidiana. En ese día del espíritu entra el cristiano cuando, al alba, no sólo se viste con el atuendo habitual sino que «se reviste de las armas de la luz,… se reviste del Señor Jesucristo» (Rm 13,12.14), para poder ser, en cada momento y circunstancia, sal y luz del mundo, comportándose con honradez e integridad, y amando así a cada prójimo, amigo o enemigo, que encontrará en su camino.

Hoy, al iniciar el Adviento, la liturgia nos presenta y recuerda, a través de las tres lecturas, el cercano nacimiento del nuevo Día, y, con ello, nos exhorta a vivir esperando vigilantes la venida del Señor, engrandeciendo lo ordinario mediante el cumplimiento de su voluntad, creciendo en sabiduría delante de Dios, y trabajando para que, a nivel personal y social, vayan extendiendo sus ramas la paz, la justicia, la esperanza y la caridad. No nos faltarán noches, retornarán de vez en cuando, pero en cuanto discípulos de Jesús sabemos que no estamos solos en esta peregrinación hacia la casa del Señor, sino que nos guía, precisamente, la misma Luz de la Vida que esperamos.

 

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