-----34

Luz en mi Camino

3 diciembre, 2022 / Carmelitas
Segundo domingo de Adviento

Is 11,1-10

Sl 71(72),1-2.7-8.12-13.17

Mt 3,1-12

Rm 15,4-9

Por medio de imágenes tomadas de la naturaleza, y a través del simbolismo del vestido y de la voz del Bautista, la liturgia de este domingo continúa ayudándonos a preparar el camino hacia la Navidad y a vivir esperando fielmente el retorno definitivo del Hijo del hombre.

Según la Biblia, la naturaleza creada por Dios es una gran parábola a través de la cual Dios mismo se revela y desvela al ser humano su proceder y voluntad. El alternarse de la noche y el día era utilizado la semana pasada como símbolo de la noche presente en la que vivimos, y del Día final hacia el que nos dirigimos, según el plan de paz y de plenitud de Vida deseado por Dios. Hoy la lectura de Isaías y el evangelio emplean dos imágenes agrícolas para referirse, también, a una realidad mucho más profunda y elevada.

En la primera lectura, Isaías describe simbólicamente los rasgos y el semblante del futuro y definitivo heredero de David, muy diverso de todos los endebles y pecadores reyes que precedentemente han reinado sobre Jerusalén. Como símbolo del pecado y de la infidelidad de la dinastía davídica a la alianza con el Señor, contempla el profeta un tronco cortado y seco. Nada podría esperarse de este leño muerto, pero inesperadamente ve brotar en él un renuevo, un vástago que anuncia el inicio de una nueva vida. Por eso este retoño es pura gracia, un don de Dios. Sobre este vástago, imagen del Mesías (Cf. Jr 23,5; Za 3,8; 6,12), comienza a soplar el viento (un término hebreo, ruaḥ, que también significa espíritu), y comprende el profeta que el Espíritu del Señor será infundido plenamente sobre el Mesías descendiente de Jesé (padre de David), convirtiéndole en un rey justo, pues «la justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas» (Is 11,5), de tal modo que «no juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; [pues] juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados» (Is 11,3-4). Su juicio será tan eficaz que su palabra se transformará en una vara que herirá al violento, y el aliento de sus labios — semejante a una espada afilada — extirpará la maldad (Is 11,4). Este conjunto de imágenes dejan claro que existe una dimensión de juicio en la venida del Mesías, y nos exhortan a ponernos de su lado y a llenarnos de su ciencia (Is 11,9), para obrar activamente en la construcción de su reino de justicia y de paz.

También Juan el Bautista emplea una imagen tomada del campo cuando anuncia que: «Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego» (Mt 3,10). Quizá se trata de un árbol frondoso, pero no da fruto, y el leñador tiene ya preparada su hacha para talarlo, hacerle leña y arrojarlo al fuego. Y después habla Juan de un bieldo con el que el agricultor aventa su parva, para separar el grano de la paja que, finalmente, será quemada. Pues bien, al igual que sucede al árbol estéril y a la paja inútil, el Mesías pondrá a la luz el mal escondido en los corazones humanos, y purificará radicalmente las conciencias, limpiando y quemando todas las escorias y desechos del mal. La justicia mesiánica subraya de este modo la necesidad de ser íntegros, de que nuestro corazón y nuestras obras se correspondan armónicamente con la voluntad de Dios.

Esa misma idea la expresa Juan vistiéndose con una simple y ordinaria túnica de pieles de camello — típica de los nómadas, de los beduinos —, ceñida con un cinturón de cuero. En toda cultura tiene gran importancia simbólica el modo de vestir. Entre nosotros, cuando alguien toma posesión de un cargo o dignidad relevante se habla de “investidura”. Y la moda actual no cesa de idear y aplicar a las nuevas tendencias toda una secreta trama de significados, señales y provocaciones, intentando concentrar en ellas la completa identidad de las personas a las que se dirige, incluyendo su estado social, deseos e ilusiones.

Vistiendo una túnica de pieles, Juan se presenta como un profeta auténtico (Za 13,4) y, en particular, como Elías (2Re 1,8), el profeta que tenía que venir antes del Mesías. Juan es el último de los profetas y su dedo señala al Mesías que ya se encuentra en medio de su pueblo: su vestido es signo explícito de su relevante misión profética.

La correa de cuero era una cinta estrecha que ceñía la túnica y la mantenía arremangada durante las jornadas de camino. Juan, que vive en el desierto, está en actitud de peregrino, esperando al Mesías para entrar con Él en la Tierra Prometida. Según Isaías, el Mesías tiene como “cinturón de sus lomos la justicia y como cinturón de sus caderas la lealtad” (Is 11), y el cristiano — como se proclamaba la semana pasada — tiene que “revestirse del Mesías, de Cristo”, para que su vida sea honesta, sin fisuras en su actitud interior y en su obrar exterior, dejándose transformar en un símbolo viviente del Señor que espera. Sabiéndose interiormente elegido y amado por Dios, el cristiano tiene que “revestirse” externamente de “lino deslumbrante de blancura”, es decir, de obras justas (Ap 19,8), a diferencia de la moda actual, que expresa, más bien, el vacío interior, la banalidad indecorosa, la vulgaridad, la altanería, la necedad y el derroche sumo, que va desde el más caro y superfluo vestido hasta el más exagerado y extravagante tatuaje o piercing.

Al compararse con el Mesías, Juan confiesa que «no merece ni llevarle las sandalias» (Mt 3,11). Esta última indumentaria y la humilde confesión del Bautista anticipan, de algún modo, la acción simbólica que realizará Jesús cuando, para manifestar su amor hasta el extremo, se inclinará a lavar los pies, sin sandalias, de cada uno de sus discípulos. Por eso el cristiano, revestido de Cristo, sabe que la túnica más extraordinaria es aquella de la simplicidad, la correa más noble es aquella de la verdad, y el calzado más elegante es aquel de la humildad. Y sobre este particular todos estamos faltos y, en gran medida, en peligro de que el Señor, al volver, nos encuentre desnudos. Por eso es necesario que escuchemos ahora la voz del Precursor, de Juan el Bautista, para que la verdad que exteriormente confiesan nuestros labios llegue a corresponderse, totalmente, con aquella que reposa en nuestro corazón.

Conociendo y amando el importante mensaje que trae, el Bautista inicia su predicación exhortando así: «Convertíos porque está cerca el Reino de los cielos» (Mt 3,2). A este mensaje une la necesidad de dar frutos auténticos de conversión (Mt 3,8). Nadie puede separar la voluntad o el deseo de cumplir la voluntad de Dios de las acciones, precisamente porque Dios mismo quiere que se realicen las obras de justicia, y no caer así en su ira, experimentando la lejanía de su Presencia en la que sumen las propias erradas acciones.

La conversión pide que todo el corazón y la mente se dirijan a Dios, pero exige, al mismo tiempo, que esa realidad no quede encerrada en el ámbito interno, en un intimismo enfermizo, sino que se exprese en acciones externas concretas. Miles excusas sirven para no realizar la voluntad de Dios y seguir inmersos en el pecado y en una vida insulsa: pensar, por ejemplo, que Dios siempre perdona y nos acoge así como somos, o que su misericordia y compasión harán que esté siempre con nosotros feliz y contento.

La llamada a la conversión sigue siendo para muchos de nosotros una campana más o menos lejana o cercana; un hermoso canto que, como las breves notas de una canción, se concluye y olvida tras haberlo escuchado. Cercana está la Navidad, y quizá sólo pensamos y esperamos vivirla como un periodo cíclico del año más comercial y ruidoso, si cabe, que nunca, más lleno de afanes, algarabía y banquetes, de huidas de la propia realidad, de viajes y, sobre todo, de compras, compras, compras. Con todo, aún suena, para quien quiera escucharla, la enseñanza de Jesús proclamada el domingo pasado: “Él volverá, con toda certeza, como un ladrón en medio de la noche de nuestra vida cotidiana”. Y Juan deja claro que no podemos disponer del tiempo de nuestra vida a nuestro antojo, dado que el “hacha” ya está preparada y tocando los árboles, es decir, a cada uno de nosotros. Se hace urgente, por tanto, estar preparados en todo momento y dar frutos de conversión, demostrando de modo efectivo nuestro retorno a Dios, al amar verdaderamente al prójimo y al enemigo desde que se encuentra en el seno materno hasta que yace en el lecho de muerte.

Quizá, al igual que el mundo y la política, nos metemos en el ajetreo para huir del misterio. Sí, del misterio personal y de aquel de un Dios que aparece a nuestro lado como uno de nosotros, para manifestarnos su amor y convencernos de que está cerca de cada uno de nuestros escondidos y oscuros rincones. Juan el Bautista nos llama a enfrentarnos al Misterio, a quitarnos el disfraz, las capas que nos cubren, y mostrarnos abiertamente como somos: pobres y miserables, necesitados de la luz y del amor misericordioso de Dios para poder vivir.

Juan mismo muestra su grandeza interior al expresar la justa valoración de su posición frente a Jesús, el Mesías. Se sabe enviado por Dios y lleva a cabo su misión de modo eficaz, pero declara que no es sino un siervo inútil, y que su Señor es incomparablemente “más fuerte” (expresión veterotestamentaria referida a Dios) que él (Mt 3,11). Su condición en relación con el Mesías no puede describirse ni siquiera en términos de servidumbre, pues se sabe indigno de prestarle el más humilde servicio del esclavo, como es “llevarle las sandalias”.

Jesús, el Mesías, tiene el poder de revestirnos con la realidad más alta y preciosa: el Espíritu Santo, la misma Vida y potencia divina, que aleja y transforma toda nuestra impotencia, debilidad y caducidad. Pero, como proclama Juan, quien no se haya dejado preparar y transformar por este Espíritu de vida, será entonces bautizado con el fuego que destruye la misma vida que creía poseer: «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga» (Mt 3,12). Jesús recoge para sí el trigo, es decir, introduce en comunión eterna (= ‘granero’) con Él a aquellos que han ajustado su vida a su persona, enseñanza y obras, pero alejará de sí y enviará al tormento eterno (= ‘fuego que no se apaga’) a aquellos que encuentre vacíos y privados de frutos dignos de conversión.

Quisiéramos que Juan anunciase una salvación fácil, destinada a todo hombre aunque éste no la quisiera y no estuviera dispuesto ni preparado para acogerla. Pero Juan no puede anunciar sino la verdad, y sabe que Dios otorga la salvación pero que no la impone a ninguno, y, por tanto, tampoco a aquellos que descuidan voluntariamente la disposición personal o actúan en contra de la voluntad divina. Juan conoce la gran significación de la venida del Mesías y sabe que está en juego la misma vida del hombre, de cada hombre, por eso además de anunciar la alegría de la presencia del Mesías que nos ama, llama también a la conversión auténtica, para que todos los hombres se dirijan, con todo el corazón y con las obras, por el Camino de la salvación que es Cristo-Jesús.

 

Volver
ACCESO PRIVADO
Regístrate para acceder al área privada

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies