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Luz en mi Camino

13 noviembre, 2022 / Carmelitas
Trigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario

Mal 3,19-20a

Sl 97(98),5-6.7-9a.9bc

Lc 21,5-19

2Te 3,7-12

Las lecturas de este domingo, penúltimo del año litúrgico del ciclo-C que concluirá la semana próxima con la Solemnidad de Cristo-Rey, nos introducen en un clima de tensión que, en relación con “el Día del Señor” y el establecimiento de su Reino de justicia y de paz en la historia humana, debe estar presente en la conciencia y en la vida de todos los cristianos, iluminando, inspirando y orientando toda su existencia.

El Día del Señor es inevitable y, como indicaban ya los profetas, significará la separación definitiva del bien y del mal, de los justos y de los malvados. Los intereses, deseos y estructuras del tiempo presente que tienden a ensalzar de tantos modos a los prepotentes e injustos, y a someter a vejación a los humildes, a los mansos, y a los que, de uno u otro modo, “honran a Dios”, sufrirán aquel Día un cambio radical, tal y como lo anuncia Malaquías, cuyo nombre significa “mensajero de Dios”: «Mirad que llega el Día… malvados y perversos serán la paja y los quemaré el Día que ha de venir… y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi Nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Mal 3,19-20a).

Anunciando este doble destino de los justos y de los impíos, Dios, por medio de su profeta, hace una fuerte llamada a la conversión para que el hombre (y aquí en concreto el pueblo de Israel) elija el camino de su justicia, pues sólo dicho camino conduce a la vida, mientras que la elección de la maldad, de todo aquello que es contrario a su voluntad, supone introducirse en un sendero de perdición y de muerte, es decir, de separación del mismo Dios, que es la Vida y la Salvación, tal y como quedará manifestado el Día que Él ha establecido para renovar la creación y hacer brillar “su sol de justicia”.

También Jesús, próximo ya a su muerte y resurrección, alude al “Día del Señor” cuando anuncia que «llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra» del Templo de Jerusalén (Lc 21,6). En este evento se manifestará simbólicamente el juicio de Dios sobre la historia humana y, en particular, sobre su pueblo Israel. Jesús, que pronuncia este discurso escatológico dentro del recinto del Templo y de manera pública (Lc 20,1), está transmitiendo una enseñanza oficial y determinante para todos, por lo que debe tomarse muy en serio y no con una curiosidad malsana que centra el interés en el “cuándo” y en el “cómo” (por los “signos”) (Cf. Lc 21,7), con la quizás subyacente malévola intención de encontrar el modo de sustraerse al “juicio divino” y de continuar viviendo, mientras se pueda, de manera egoísta, sin convertirse y sin acoger el amor misericordioso de Dios.

Jesús corrige esta banal y perjudicial curiosidad humana al no hacer previsiones de futuro, ni jugar con invenciones astrológicas, pues conocedor de que la vida es un don de Dios que el hombre debe hacer suyo de manera responsable y en conformidad con la voluntad divina, orienta con su enseñanza a tener una actitud de permanente fidelidad al Evangelio, para que dicha vida sea “ganada para siempre” (Lc 21,19). Por eso es necesario estar atentos ante los falsos mesías y profetas que surgirán y que, con sus anuncios “apocalípticos”, oscurecerán el amor de Dios que Jesús ha manifestado y que, por el contrario, introducirán en una atmósfera de terror, de falsedad y de sinsentido (Lc 21,8-9).

Jesús deja claro que el fin del mundo tan sólo lo conoce y lo determina el Padre (Cf. Mc 13,32), por lo que no se interesa de dicho fin en sí mismo — como parece ser el caso de numerosas sectas y, en particular, de los Testigos de Jehovah —, sino por la finalidad de la historia que, según el proyecto de Dios, tiende a la justicia y a la salvación eterna, a la victoria definitiva del bien sobre el mal. Esta meta es hacia la que Jesús nos dirige y la que, según los dones recibidos, debemos ir aproximando y haciendo presente en nuestra existencia, estando seguros de que Dios es fiel a su promesa y de que, si permanecemos unidos a Él, «ni un cabello de nuestra cabeza perecerá”.

Por tanto, en su enseñanza, Jesús no subraya el final de la historia, sino la verdad del “inicio del fin” en el que se nos invita a entrar y a vivir. Jesús, en su propia persona, ha inaugurado el Día del Señor, el Reino de Dios que redime la historia. Por eso, las ansias apocalípticas que pueden aparecer en cada generación, como ocurría en algunas comunidades cristianas primitivas, deben ser corregidas. Falsas profecías, fanatismos y anuncios alarmistas deben ser evitados y se debe hacer caso omiso de ellos, incluso aunque se hagan en el Nombre de Jesús, pues el mismo nos dice: “No os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas (guerras, revoluciones, terremotos, pestes, hambre, cataclismos), pero el fin no es inmediato” (Lc 21,9). Esto significa que el fin no depende ni procede del desarrollo interno de la historia del mundo y del universo, sino del querer omnisciente de Dios: sólo llegará cuando Él lo ha establecido y como Él lo ha determinado.

El Templo, edificado y embellecido por Herodes el Grande, fue destruido en agosto del año 70. Ardió bajo el asedio de Jerusalén que mantenían las tropas romanas lideradas por Tito. Se cumplió entonces la profecía de Jesús, profecía que, el año 362, quiso desmentir el emperador Julián el Apóstata comenzando la reconstrucción del Templo, pero ésta nunca llegó a efectuarse. La mayoría de los líderes y del pueblo judío habían rechazado a Jesús y el anuncio del Evangelio, y la destrucción del Lugar Sagrado supuso la destrucción del judaísmo tal y como era concebido hasta aquel momento, pasando a sobrevivir, desde entonces, en la sinagoga a través de la enseñanza fariseo-rabínica.

Sin embargo, Jesús había anunciado antes de la destrucción del Templo que el Reino de Dios ya estaba presente y activo sobre la tierra, como Buena Noticia dirigida a los hombres pobres, esclavizados, abandonados y atenazados por el pecado, y como Encarnación concreta en su misma persona (Cf. Lc 4,17-21). Y enseñará que «el Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: “Vedlo aquí o allá”, porque el Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,20b-21), es más “dentro de nosotros” por la fe en Él.

Precisamente porque el Reino de Dios está presente, los creyentes deben sufrir pruebas y persecuciones en las que se manifiesta la justicia de Dios y la injusticia de los hombres, pues he aquí la paradoja: la predicación del amor sin límite y universal de Dios no detiene el mal de manera radical, ipso facto, sino que quien acoge dicho anuncio y obra el bien es perseguido por realizar dicho bien, y se ve impelido a vencer el mal ofreciéndose a sí mismo — unido a Cristo — como sacrificio de expiación por la salvación de los hombres. Este es el hecho: los injustos e incrédulos no pueden soportar a los creyentes que aman y anuncian el amor de Dios, y siempre tratarán de destruirles. Por eso Jesús advierte a sus discípulos que no sólo sufrirán la violencia de las autoridades judías (sinagogas) y paganas (reyes y gobernadores) (Lc 21,12), sino también aquella de sus propios familiares y amigos por dar testimonio de Él (Lc 21,16).

La Iglesia está llamada, por tanto, a dar testimonio del Evangelio, con paciencia y valentía, afirmada en la segura ayuda de Dios y de Cristo (Lc 21,13.14.18). Lo más importante es vivir unidos a Jesús y, por medio de Él, al Padre, a través de la fe, la esperanza y la caridad, perseverando en el discipulado en todo momento y circunstancia, ya que «con vuestra perseverancia, salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19). Esto significa no ceder al sentir de la masa, ni a la opinión pública dominante, ni al nuevo viento de doctrina imperante y alardeado por los numerosos y potentes medios de comunicación social, cuando estas tendencias se oponen al obrar moral que la voluntad de Dios y nuestro seguimiento de Jesús nos reclaman. Debemos ser conscientes, asimismo, de que nuestra débil voluntad siempre se verá probada y tendrá que mantener el combate de la fe continuamente, pero si permanecemos fieles «no perecerá ni un cabello de nuestra cabeza» (Lc 21,18); y, en cuanto el cabello simboliza lo más ínfimo del cuerpo y el cuerpo representa a la persona, esto quiere decir que Dios protege integralmente al discípulo y no le abandona a la destrucción del mal y de la muerte, sino que le resucitará, en cuerpo y alma, para que viva eternamente unido a Él.

Por último, la espera del retorno de Jesús reclama ser responsables en todas y cada una de las tareas diarias, dando testimonio de nuestra fe y de nuestra esperanza en el retorno del Señor. “Comer el pan con el trabajo de nuestras manos” (2Te 3,12) implica no abandonarse a fanatismos desordenados, a falsos espiritualismos y a las continuas agitaciones que surgen respecto al fin del mundo (sea por un presumible calentamiento desmesurado de la tierra o por las múltiples guerras y rumores de guerras que continúan apareciendo). “Trabajar para no ser una carga para nadie” (2Te 3,8) significa convertir el trabajo en un servicio a favor de los hermanos y en un signo del amor a Dios y a los hombres. Sin embargo, se corre siempre el peligro de querer vivir a cuenta de los demás, pensando que “Dios nos ama” y “nos salvará” en su cercana Venida y que no merece la pena fatigarse ni para comer ni para ayudar a los demás, pues este mundo pasará. Pero vivir verdaderamente la fe en Cristo conlleva vivir en la caridad, y este amor en acto se denomina también “servicio” y para “servir” es necesario “trabajar” y no hacer que los demás trabajen para mí, viviendo como un parásito a costa de ellos. Es verdad que habrá casos en los que la persona no podrá trabajar, quizás por motivos de una enfermedad, pero entonces la propia vida debe ser entregada como ofrenda orante al Padre por la salvación de todos los hermanos y de todos los hombres. La anciana profetisa Ana, por ejemplo, gastaba la vida en su ancianidad “no apartándose del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones» (Lc 2,37). Por tanto, la esperanza en el Padre y en su Hijo Jesucristo debe convertirse para nosotros en un estímulo constante para preparar y para vivir, ya sobre la tierra, el Reino de Dios.

Dar testimonio, trabajar y perseverar en la enseñanza evangélica, es expresar la fe, la esperanza y la caridad cristianas en cada acto y en cada sentimiento, pensamiento y proyecto que realizamos, sabedores de que nos encaminamos hacia la meta de justicia y de amor querida por Dios y que será manifestada plenamente en el Día final; meta que, con nuestras palabras y obras, ya aproximamos y hacemos visible en nuestra vida para todos los hombres (Cf. 2Pe 3,12).

 

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