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Luz en mi Camino

18 febrero, 2023 / Carmelitas
Séptimo domingo del Tiempo Ordinario

Lv 19,1-2.17-18

Sl 102(103),1-2.3-4.8.10.12-13

Mt 5,38-48

1Cor 3,16-23

El evangelio hodierno transmite las dos últimas antítesis que completan aquellas otras cuatro que eran proclamadas el domingo pasado. Jesús continúa precisando cómo lleva a cumplimiento y plenitud la Ley por medio de contraposiciones que afectan al corazón de la persona y a la vida práctica en relación con el prójimo. El tema de la no-violencia que presenta la quinta antítesis (Mt 5,38-42) es profundizado y completado por aquel de la sexta sobre el amor al enemigo (Mt 5,43-38). Esta última contraposición culmina asimismo toda la enseñanza de “las seis antítesis”, en tanto en cuanto pone como modelo de perfección a imitar el modo de obrar, compasivo y universal, del Padre celestial.

Cada una de estas dos antítesis que hoy nos incumben se apoya inicialmente en un trasfondo veterotestamentario. La ley del talión, que aparece formulada en Ex 21,24; Lv 24,20 y Dt 19,21, recibe tal denominación de la expresión latina: ius talionis. Esta norma, que ya aparece en el código babilónico de Hamurabi (s. xviii a.C.), era conocida y practicada en la mayoría de los pueblos del Oriente Antiguo. Consiste concretamente en infligir al culpable de una transgresión una lesión o castigo semejante a aquel que él mismo causó a otros. Este principio era fundamental para restablecer la justicia y los derechos violados, y para que el daño causado fuera proporcional y debidamente indemnizado (que, en muchos casos, se resolvía con la entrega de una cantidad de dinero, Cf. Dt 21,18-19).

Ahora bien, Jesús no habla aquí desde una perspectiva jurídica y no pretende, por tanto, abolir este derecho penal. Su intención es alcanzar el corazón del hombre y orientarlo a obrar, en su relación con el prójimo, en conformidad con el modo como actúa Dios-Padre. Por eso pide al discípulo que, para conducir al adversario o enemigo al arrepentimiento y a la reconciliación, esté dispuesto a no responder con violencia a la violencia que él mismo ha sufrido.

Los ejemplos que utiliza Jesús para ilustrar su requerimiento de “no resistirse al mal”, recuerdan algunas temáticas presentes en el Tercer Canto del Siervo de YHWH (Is 50,4-9). “Ofreciendo la otra mejilla” (Mt 5,39), el discípulo muestra su profundo y sincero deseo de conducir al adversario, que le ha humillado y ultrajado abofeteándole en la mejilla derecha (según se percibía este gesto en el ámbito judío contemporáneo de Jesús; Cf. Jn 18,22-23), a un acuerdo pacífico. Este mismo interés de concordia lo realiza el que cede el manto (que según la Torah debía entregarse al pobre al atardecer para que se cubriera y protegiera de la inclemencia nocturna; Cf. Ex 22,25-26), cuando por falta de insolvencia el acreedor le obliga a hipotecar su túnica (Mt 5,40). También el discípulo que es forzado, quizás por los soldados romanos, a “andar una milla”, es decir, a realizar un trabajo público, debe obrar con humildad y generosidad (Mt 5,41); por último, tanto a la persona menesterosa como a aquel que pide prestado, incluso aunque uno supiese que es un estafador que nunca devolverá nada, se le dará con generosidad lo que necesita (Mt 5,42.45). Todo este modo de obrar se inspira en la actitud de amor incondicional del Padre que Jesús encarna ejemplarmente, a la vez que da la capacidad de realizarlo a quien, por la fe, se acerca a Él sediento de dicho amor (Cf. Jn 7,37-39).

El “amor al enemigo” pedido por Jesús (Mt 5,43-38) supera ampliamente el “amar al prójimo” y el no-odiar al propio hermano requerido en el Levítico (19,18), donde queda limitado principalmente a los miembros del pueblo israelita. Jesús habla de “enemigos” y, considerando el amor gratuito y universal del Padre, cuyo sol y agua a todos alcanzan, es evidente que pueden ser de cualquier origen y pertenecer a cualquier nación, raza o credo.

Todos tenemos experiencia de que lo que nos sale espontáneamente de dentro del corazón es amar al amigo y al que nos cae bien, y odiar al enemigo e ignorar al que nos cae mal, pero el Señor nos exhorta a amar al enemigo si realmente queremos entrar en el Reino de Dios como hijos del Padre celeste (Cf. Mt 5,20.45). Para la mentalidad del mundo esto es una necedad, pero para Dios es su sabiduría salvífica puesta en acto, de ahí el consejo paulino: «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio» (Cf. 1Cor 3,18). De hecho, Dios ha mostrado en la muerte ignominiosa de su Hijo que sólo el amor es capaz de cambiar el corazón del enemigo y de vencer la misma muerte que anida dentro de él (Cf. Jn 3,16-17; Rm 5,8-10; 1Jn 4,8.10). Y esta victoria manifestada plenamente en Cristo resucitado es la fuente de la auténtica alegría y de la vida eterna (Cf. Jn 10,10; 15,11; 16,22).

Es cierto que también en otras religiones o filosofías, como el budismo, el estoicismo y en la misma literatura sapiencial bíblica (Pr 25,21-22; Sir 28,6-7; Cf. Ex 23,4-5), se encuentran enseñanzas que apelan a amar al enemigo, sin embargo sólo en las palabras, obras y persona de Jesús se revela plenamente el ser mismo de Dios como amor, y porque “es amor y ama a todos” reclama de sus hijos un amor semejante hacia el amigo o el enemigo. Jesús, en el evangelio de Juan, exhortará a sus discípulos “a amar como Él mismo les he amado” (Jn 13,34), ya que el amor con que les ha amado es el amor mismo con que el Padre le ama a Él y les ama a ellos. En efecto, Dios-Padre es la causa y la motivación del amor al enemigo, y esta verdad revelada hace que “el amor al enemigo” proclamado y vivido por Jesús, el Hijo, sea una novedad absoluta.

Por tanto, el discípulo que así ama tratará de ganar el corazón del otro, también de su enemigo, y, unido a Cristo, no dudará en renunciar incluso a sus derechos más legítimos cuando éstos se interpongan al amor y al objetivo primario que es “pescar”, es decir, ganar para Dios al prójimo, sea amigo o enemigo.

Se comprende ahora porqué el amor del cristiano se distingue de aquel del publicano, es decir, del de los pecadores (Mt 5,46). El cristiano tiene que amar a todos desinteresadamente, sin cálculos egoístas u oportunistas. Y esto hasta en los mínimos detalles, como, por ejemplo, al saludar a los demás, en cuanto simple gesto de educación o cortesía que diariamente es realizado en todos los pueblos y culturas entre las personas que se conocen, sean o no creyentes (Cf. Mt 5,47). Pues bien, el discípulo de Jesús lo dirigirá a todos, sean o no cristianos, y siempre, es decir, estén o no estén en buena amistad con él, pues en ello manifestará el rostro del Reino de Dios inaugurado por Jesús, que no hace acepción de personas, ni se detiene en sentimientos o estados de ánimo para saludar o no al otro, o para hacerle o no hacerle el bien.

El discípulo será perfecto imitando la perfección del Padre celestial: «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Dios-Padre es perfecto siendo bondadoso y amando a todos para suscitar y sostener la vida tanto de los justos como de los injustos, de los buenos y de los malos. A esta vida hace referencia el sol, fuente de luz y calor, y el agua, elemento básico para la existencia humana. El creyente, siendo perfecto como el Padre, mostrará al mundo la integridad y la santidad de Dios, y manifestará que el amor cumple la Ley entera.

Pidamos pues a Dios que nos conceda su Espíritu Santo para que podamos encarnar en nuestra existencia esta enseñanza que Jesús, nuestro Maestro y Salvador, cumplió perfectamente para nuestra salvación.

 

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