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Luz en mi Camino

19 mayo, 2023 / Carmelitas
Solemnidad de la Ascensión del Señor

He 1,1-11

Sl 46(47),2-3.6-7.8-9

Ef 1,17-23

Mt 28,16-20

En el himno a la kenosis, el apóstol Pablo afirma que el descendimiento extremo del Hijo a la condición de Siervo (Flp 2,7) culmina, como fruto de su perfecta obediencia a la voluntad del Padre, con su exaltación por encima de todas las potencias terrestres y celestes (Flp 2,9-11). Por eso en esta Solemnidad de la Ascensión del Señor, las tres lecturas presentan un escenario espacial y celeste que nos impele a todos a mirar hacia arriba, hacia lo más Alto.

El evangelista Lucas, al exponer la Ascensión en los primeros versículos de los Hechos, dice que Jesús fue elevado o levantado en presencia de los discípulos (He 1,9), que no pudieron hacer otra cosa que mirar fijamente al cielo “viéndole irse” (He 1,10). Estas sencillas palabras nos invitan, sin embargo, a que consideremos seriamente esta trayectoria vertical de Jesús que va de la tierra hacia el firmamento, para que comprendamos que su ascensión desde el Monte de los Olivos hacia las nubes, significa que su persona “abandona” el horizonte terreno para penetrar en los horizontes inmensos e infinitos del Cielo, en el mismo seno de Dios-Padre.

La lectura de la Epístola a los Efesios confirma que Jesús ha subido victorioso hasta el Trono Divino, al “lugar” de la Luz y de la Vida Eterna, desde el sepulcro excavado en la fría roca, es decir, desde el “lugar” más profundo de la tierra en el que la oscuridad y la muerte ejercen su reinado: «[Dios-Padre] desplegó su fuerza poderosa en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo» (Ef 1,20). Y San Pablo, siendo muy consciente de que era imposible comprender esta verdad sin la gracia divina, ora para que Dios ilumine los “ojos del corazón” de los cristianos (Cf. Ef 1,18-19), es decir, el mismo ser de los creyentes en su realidad moral y espiritual más profunda, para que pudieran llegar a conocer y a vivir cada vez más intensamente el tesoro de la gloria y del poder de Dios desplegado a favor de ellos en Cristo-Jesús, a quién le han sido sometidas todas las potencias (Cf. Ef 1,21).

El evangelio también presenta un itinerario vertical, aunque en este caso “descendente”. Jesús glorioso, desde la cima de su poder que engloba toda la creación, transmite una última palabra que “desciende” sobre los discípulos como la lluvia sobre la tierra, buscando enraizarse en ellos y producir el fruto evangelizador de la Iglesia. De hecho, la glorificación y el poder universal asumido por Jesús no le “alejan” de sus discípulos, sino que le capacitan para estar, de manera misteriosa pero sumamente eficaz, junto a ellos, siempre y en todos los lugares donde puedan ir: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Jesús glorificado se manifiesta de este modo como el Emmanuel, es decir, como Dios-con-nosotros (Cf. Mt 1,23).

Todo esto muestra que Jesús, en su propio cuerpo, en su “carne y sangre”, se ha convertido en el “canal”, en la “puerta” que conecta definitivamente la tierra y el cielo (Cf. Jn 10,7), en el “paso” a través del cual el “hombre terreno” — pecador, débil y mortal —, es trasformado y tiene acceso al mismo santuario celeste, a la comunión plena con el Padre en Cristo. El autor de la Epístola a los Hebreos afirmará que tenemos «plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por Él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne,…» (Heb 10,19-25).

Con todo, cabe todavía preguntarnos la sencilla pero profunda pregunta de saber dónde concretamente está el Cielo. A ella nos podría responder cualquier niño señalándonos con su dedo “hacia arriba”, hacia el firmamento celeste. También los antiguos templos babilónicos conocidos con el nombre de ziqqurat — sobre los que se basa el relato de la torre de Babel —, descollaban hacia el firmamento porque lo consideraban el símbolo de la morada inaccesible y perfecta del Dios todopoderoso y trascendente, mientras que el hombre estaba confinado a la planicie de la tierra y encerrado en su limitado horizonte terreno. Pero ahora en Cristo sabemos que buscar el Cielo reclama ciertamente “mirar hacia (las cosas de) arriba” (Cf. Col 3,1-4), y que esto significa aprender a vivir por Él, con Él y en Él, porque, como desvela la Ascensión, en Él el Cielo bajó a la tierra para poder sentar al “hombre de tierra” en el Cielo, en la comunión de Amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y este Cielo ya se manifiesta concretamente allí donde los discípulos de Jesús se aman con el mismo amor con que Él les amó, pues «en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4,10-12).

La Ascensión de Jesús, en su simbolismo espacial y celeste, expresa, por tanto, la proclamación gloriosa de su resurrección, es decir, que Jesucristo ha superado nuestro límite humano y nuestra “prisión” terrena. Jesús, el Hijo único de Dios, ha “descendido” del ámbito divino y ha entrado en la llanura de las criaturas humanas para caminar nuestros senderos y entrar en nuestra “sepultura” de debilidad, de pecado y de muerte, pero con la Pascua ha roto la prisión de la tierra y del horizonte terreno en la que los hombres estamos atados y confinados, y, retornando a la patria del Padre, nos ha llevado con Él (Ef 4,8) y nos ha abierto los Cielos y el acceso a la vida eterna (Cf. 1Jn 1,2). Así, como “Cabeza y Pastor” (Ef 1,22), ha inaugurado una procesión asombrosa que se extiende a lo largo de la historia y que va introduciendo a la humanidad en el seno del Padre.

Todos tenemos claro que por más que el hombre viaje, domine las cosas y atraviese los espacios siderales, siempre estará encerrado en el límite y en la caducidad de su ser “hecho de tierra”. Pero el cristiano, que conoce la Verdad en Cristo, sabe que el hombre que cree en Jesús deja de estar encerrado en la limitada frontera de la cosas, de la tierra y del universo, porque Él es el paso al absoluto e infinito, el paso que abre y capacita a la persona para recibir la Vida en la fe, el paso que le va introduciendo en la morada de Dios a través del perdón de los pecados y del Espíritu Santo derramado en su corazón. Por eso esta Buena Noticia no puede ser callada, sino anunciada a todos los hombres, tal y como Jesús se lo ordena a sus discípulos, y en ellos a todos nosotros, con sus últimas palabras: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 20,19-20).

La fiesta de la Ascensión quiere reavivar en nosotros la esperanza de llegar allí donde nuestro Señor ha ascendido, puesto que junto con Él ya ha sido exaltada también nuestra propia humanidad. Quiere, además, que seamos cada vez más conscientes de que en este camino “hacia lo Alto” no estamos solos, sino que Jesús mismo, con toda su autoridad y poder, permanece junto a nosotros y a nuestro favor, fortaleciéndonos para vivir y dar testimonio del evangelio en cada momento y circunstancia de la vida, porque cada obra hecha en su amor parte de la tierra para alcanzar ya, en la esperanza, los verdes prados del Amor eterno que se asienta en los Cielos.

 

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