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Luz en mi Camino

28 junio, 2023 / Carmelitas
Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles

He 12,1-11

Sl 33(34),2-3.4-5.6-7.8-9

2Tim 4,6-8.17-18

Mt 16,13-19

Como no podía ser de otro modo, la liturgia de la Palabra gira hoy en torno a estas dos “columnas” de la Iglesia, Pedro y Pablo, cuya solemnidad ya era celebrada por la liturgia romana antes que la fiesta de Navidad, y acerca de la cual la Depositio martyrum constata que en el 354 ya se celebraba, al igual que en nuestros días, el 29 de junio.

La figura de Pedro es central en la primera lectura y el evangelio, mientras que aquella de Pablo lo es en la segunda carta a Timoteo. Ambos apóstoles, según la tradición de la Iglesia y los testimonios más antiguos, fueron “coronados con el martirio” a finales del reinado de Nerón (que se extendió del 54 al 68 d.C.). Sobre su fe en Cristo-Jesús, muerto y resucitado, sellada con el derramamiento de su sangre, se fundó la única Iglesia de Cristo, caracterizada por aquellos rasgos comunes que, por obra del Espíritu Santo, conformaron desde el principio a las primeras comunidades cristianas, esto es: la enseñanza de los apóstoles, la comunión de bienes, la fracción del pan y la oración en común (Cf. He 2,42).

Pedro y Pablo son, por tanto, “vasos elegidos” por Dios, figuras de una altura humana y espiritual ejemplar, en las que brillan de manera extraordinaria los rasgos más significativos que caracterizan al discípulo de Jesús. Por eso, considerando las lecturas del día, nos detenemos brevemente en alguno de ellos.

En ambos apóstoles se evidencia que el cristiano es alguien llamado y elegido por Jesús para ser su testigo en medio de la humanidad. La llamada y la misión son inseparables y un don que el Padre hace al llamado para que participe en la misma tarea salvífica realizada por su Hijo, Jesús.

Simón, nacido en una ciudad llamada Betsaida muy próxima al lago Tiberíades, fue llamado por Jesús para “pescar hombres” a través de su testimonio (Cf. Mt 4,18-19). Como constata el evangelio, Jesús le impuso posteriormente el nombre de Pedro (pétros en griego y en arameo kefá, que significa “roca”) para definir su persona y su función dentro de la Iglesia: «Ahora Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). La Iglesia de Jesucristo está edificada sobre la “roca”, o sea sobre Pedro, que ha sido transformado en roca gracias a la revelación divina que le ha desvelado que Jesús es el Cristo y su Hijo amado: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque [le dice Jesús] no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Pedro es transformado en “roca” por la revelación divina y por su fe en ella, razón por la que recibe de Jesús una misión y una autoridad del todo singulares: será el primero de los apóstoles y fundamento sobre el que se edificará compacta la comunidad cristiana, en la que ejercerá su autoridad como un servicio que actualiza la voluntad de Cristo, confirma a los hermanos en la fe y vela por la fiel transmisión del Evangelio. La misión de Pedro es, por consiguiente, una participación en la tarea de Jesús que es la “Roca”, el Pedestal, la “Piedra Angular” de “su Iglesia”, es decir, Jesús es la Roca sobre la que se funda, a su vez, la función y misión petrina.

Como vemos en la primera lectura, Dios-Padre vigila providentemente para que Pedro continúe anunciando y dando testimonio de Jesucristo hasta el tiempo que Él ha determinado. Por eso envía a su ángel para sacarlo fuera de la cárcel, escuchando la plegaria insistente que toda la Iglesia elevaba hacia Él para que le librase de las fuerzas del mal, hechas visibles en el despotismo de Herodes y en la cruel expectación de las autoridades judías.

Pablo, cuyo nombre era Saulo, un benjaminita nacido en Tarso de Cilicia y, en cuanto a la Ley, un fariseo educado en la escuela de Gamaliel (Cf. He 22,3), pasó de ser perseguidor del Camino cristiano a testimoniar a Jesús, como el Cristo y el Hijo de Dios, merced a la revelación y llamada con que Jesús glorificado le agració cuando iba camino de Damasco hacia el 31/32 d.C. respirando amenazas de muerte contra sus discípulos (Cf. He 9,1-22). Al escribir a Timoteo hacia el año 67, poco antes de ser decapitado, Pablo meditando sobre su vida, es consciente de que su ministerio apostólico entre los gentiles sólo ha sido posible gracias a que “el Señor le ha ayudado y fortalecido” siempre (1Tim 4,17).

Tanto en Pedro como en Pablo vemos, por tanto, que la llamada y la misión son un don, pura gratuidad, y que no se originan ni fundan en el deseo de la carne o de la sangre, ni en intereses socio-económicos o en las capacidades naturales, sino que proceden de Dios-Padre y de su Hijo Jesucristo y en ellos se fundamentan y llegan a buen término.

Otra peculiaridad del cristiano que se refleja claramente en ambos apóstoles es que el verdadero discípulo de Jesús participa en los mismos sufrimientos de su Maestro. El rechazo, la persecución y la muerte alcanzan tanto a Pedro como a Pablo, y los dos dan testimonio con su vida de la unión que, en la fe, la esperanza y el amor, viven con su único Señor. Tertuliano, en el s. ii, afirma que Pedro murió crucificado y, en el s. iii, Orígenes lo confirma y precisa además que fue crucificado “con la cabeza hacia abajo”, al modo como los romanos solían crucificar a los esclavos. Sí, Pedro fue martirizado hacia el 67 d.C. en la colina Vaticana y, como confirman las excavaciones realizadas, allí fue sepultado, bajo el altar de la basílica constantiniana construida posteriormente sobre los restos del primero de los Apóstoles.

Pablo también sufrió por causa del Evangelio numerosas persecuciones, azotes con varas, lapidaciones, naufragios,… (Cf. 2Cor 11,23-29) hasta sufrir el martirio en su segundo encarcelamiento en Roma, siendo decapitado, según San Dionisio el Corintio y Tertuliano, hacia el 67, poco después de Pedro, en la vía Ostiense (Ad Aquae Salviae – Le Tre Fontane), a unos cinco kilómetros de la Ciudad Eterna y cerca de la basílica que lleva su nombre y en la que, según han verificado las últimas excavaciones, reposan sus restos.

De los sufrimientos que soportaron estos apóstoles también dan testimonio las dos primeras lecturas. En el texto de los Hechos se narra que Pedro está en la cárcel, custodiado por dos soldados y atado con dos cadenas en espera de ser asesinado después de que Herodes ya hubiera hecho pasar a cuchillo a Santiago, el hermano de Juan. Pablo, por su parte, ve la vida, en la que tanto ha padecido por Cristo, como una batalla contra el mal y como una carrera hacia el Reino del Cielo en la que hay que sortear innumerables obstáculos, pero “afirmado en la fe” está seguro de que su sangre, derramada como ofrenda agradable a Dios, no será en vano y de que el Señor le salvará de la “boca del león”, es decir, librará definitivamente su vida del poder del Maligno — simbolizado en la muerte —, y le concederá la plena comunión de vida con Él (= “la corona de justicia”).

La promesa que Jesús le hace a Pedro de que “el poder del infierno no prevalecerá” contra la Iglesia, se ve cumplida en ambos apóstoles en cuanto, unidos a Cristo por la fe, vencen a las fuerzas del mal y a la misma muerte. De hecho el texto original griego dice literalmente “las puertas del Hades” (Mt 16,18), una metáfora alusiva al reino de la Muerte, a las potencias del Mal que atentan contra el esplendor de la creación, que se oponen a la acción de Dios y de Cristo, y que buscan encadenar al hombre en la muerte eterna.

Pedro, el primer confesor de la fe en Jesús, el Cristo y el Hijo del Dios vivo, y fundador de la primera comunidad cristiana de judíos creyentes, y Pablo, el apóstol que penetró el misterio del Evangelio y lo anunció a los gentiles, son, en su llamada, misión y testimonio, signo de la unidad de la Iglesia. Por eso su sangre, derramada en holocausto, sigue clamando por la unión de todos los cristianos y haciendo presente en medio de nosotros la oración de intercesión que nuestro Señor Jesús, poco antes de su pasión, dirigió al Padre durante la Última Cena: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,20).

Hacer memoria de los apóstoles Pedro y Pablo es para la Iglesia “un motivo de alegría” (Prefacio), ya que en ellos ve reflejado el verdadero seguimiento de Cristo, en ellos se ve llamada a ser fiel a las enseñanzas cristianas recibidas, y en ellos es exhortada a orar y a trabajar por la unidad de todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo que ambos, por diversos caminos, congregaron.

 

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