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Luz en mi Camino

9 octubre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 28º Domingo del tiempo ordinario (A)

Is 25,6-10a

Sl 22(23),1-6

Flp 4,12-14.19-20

Mt 22,1-14

El evangelio hodierno ofrece la tercera parábola que Jesús dirige a las autoridades judías, estando en la explanada del templo poco antes de sufrir su pasión y muerte en la cruz. Se trata de la parábola del banquete nupcial del hijo del rey, símbolo del banquete mesiánico anunciado por los profetas y del que la primera lectura da muestras.

    Es sabido que, en todas las culturas, la comida se utiliza como un magnífico medio para expresar, entre otras muchas cosas, la amistad, la concordia, la alegría de conocerse y de compartir los bienes y la protección mutua, y la intimidad. Es así como el salmista, previamente perseguido por los adversarios, recupera el aliento y el gozo cuando se siente invitado a la mesa del Señor y, con ello, introducido en su intimidad y bajo su amparo, sintiéndose con ello defendido y ensalzado frente a los enemigos que buscaban arrebatar su vida; de ahí sus palabras conclusivas: «Sí, la bondad y la misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y moraré eternamente en la Casa de YHWH» (Sl 23,6).

    Sobre el monte Sión, donde el Señor había puesto su “morada”, el Templo en el que su Nombre era invocado, preparará YHWH, como predice el profeta Isaías, un festín grandioso en el que tienen cabida “todos los pueblos” y “todas las gentes” sin excepción (Cf. Is 25,6.7). Y para que puedan participar y gozar plenamente de este convite, Dios mismo hará desaparecer la ceguera que cubre y oscurece los corazones de todos los hombres, es decir, eliminará para siempre toda miseria humana, incluida la misma Muerte, para que las lágrimas, las quejas y los ayes dejen paso definitivo a la alegría y a la alabanza, pues al «enjugar el Señor-YHWH las lágrimas de todos los rostros, y quitar el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra» (Is 24,8), surgirán “el regocijo y la alegría por la salvación recibida” (Cf. Is 22,9). Todo sabemos por experiencia que un corazón entristecido y afligido no es capaz de gustar y saborear la comida, por más suculenta que ésta pueda ser, es más, hasta la misma boca del estómago parece cerrarse cuando la congoja aprisiona el alma y rehúsa comer. Pero el Señor, el mismo que prepara e invita al banquete, hará el milagro de pasar a los corazones de las lágrimas al júbilo y de la Muerte a la Vida, ya que “su mano”, es decir, su poder omnipotente y salvífico, actuará a favor del hombre para siempre (Cf. Is 22,10).

    Esta “mano” redentora de Dios, el mismo Dios, es la que está encarnada y operante en Jesús de Nazaret. Y Jesús, tal y como testimonian los evangelios, no dejó de preparar y de participar en banquetes a los que asistían todo tipo de personas, desde los fariseos hasta los publicanos (Cf. Mt 9,10-13), desde los sanos hasta los enfermos (Cf. Mt 14,13-21; Lc 14,1-14). Y todos ellos, por su presencia, palabras y obras, eran convertidos en signo de la irrupción y presencia del Reino y del amor universal de Dios.

    Con la parábola del banquete nupcial, Jesús ilustra nuevamente que Dios está estableciendo por medio de Él su Reino en este mundo, y que, por eso, ha llegado el momento, el kairós de participar al banquete mesiánico de la abundancia, de la comunión, de la generosidad y de la felicidad prometido desde antiguo. La parábola se organiza en dos partes que enfatizan dos aspectos diversos a tener en cuenta a la hora de tomar parte en la boda: el primero se refiere a los invitados y a su aceptación o no a asistir al banquete, y el segundo se detiene en el traje de boda que hay que vestir.

    Pero, ¿cómo responden los hombres a la invitación del Señor? La parábola se convierte en una alegoría de la historia salvífica. El gran rey es Dios-Padre, cuya magnificencia y gratuidad quedan patentes en el banquete, es decir, en la venida de su Reino al mundo. El hijo es Jesús, a quien los discípulos reconocen como Mesías e Hijo de Dios. Los israelitas son los primeros en ser invitados a través de los “siervos”, es decir, de los profetas veterotestamentarios (Mt 22,3). Los “otros siervos” que son enviados seguidamente por el rey-Dios (Mt 22,4-6) son los apóstoles cristianos que anunciarán el evangelio y serán ultrajados, echados de la sinagoga y asesinados. Por último y tras la destrucción de Jerusalén, a la que la parábola alude diciendo: “prendió fuego a su ciudad” (Mt 22,7), la llamada del rey se extiende definitivamente a los más miserables y despreciados, a los gentiles (Mt 22,8-10).

    A lo largo y ancho de toda la narración se manifiesta la gratuidad y el deseo sincero que tiene Dios de compartir sus bienes y su felicidad con todos los hombres por la insistencia de su llamada (el verbo kaléō [llamar, invitar] y derivados recurren en los vv.3.4.8.9.14). El Señor nos llama continuamente a que participemos en su Reino, pero a menudo despreciamos sus dones y su llamada porque preferimos satisfacer nuestros egoísmos y deseos mundanos y dedicar toda nuestra energía y atención a “nuestros campos y negocios” (Cf. Mt 22,5). El amor de Dios y su proyecto para con nosotros, que es lo que verdaderamente nos dignifica, lo dejamos al margen, y optamos por privilegiar e idolatrar las cosas creadas por Dios que, absolutizadas, terminan embruteciéndonos, deshonrándonos y desmereciéndonos.

    No tendría que dejar de sorprendernos, por otra parte, que la invitación amorosa de Dios provoque tanta hostilidad y violencia en los llamados, que se sienten como “violentados” en su propia vida ante la insistencia con que les ofrece participar en su Amor. Pero las consecuencias de esta actitud malvada son trágicas, pues el destino de aquellos que rechazan a Dios es la propia destrucción, ya que sin Él no es posible mantener la vida para siempre, una Vida significada en el banquete que prefieren refutar.

    Dios es el que crea la verdadera libertad, aquella que conduce a la unión con Él que es la vida eterna. Por eso es evidente que su tenaz interés para que entremos en su banquete no coarta en modo alguno nuestra pretendida libertad, pues los primeros invitados “no quisieron entrar” voluntariamente (Mt 22,3), e incluso entre aquellos que entraron posteriormente hubo quien lo hizo a su aire, “sin el traje de bodas” (Mt 22,11). Ese último aspecto es el que muestra que la invitación debe de ser acogida dignamente y no de cualquier modo. El “vestido” es un símbolo antropológico bíblico que expresa precisamente la dignidad y el estado integral de la persona, por eso el estado del invitado que no quiso vestirse con el traje que se le ofrecía para entrar al banquete, será puesto en evidencia por el rey-Dios, el único capaz de discernir la verdadera condición de la persona, al preguntarle: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?» (Mt 22,12); una pregunta ante la que el comensal guardará silencio por no saber qué decir, pues ¿qué decir cuando uno rechaza al mismo Amor? Por eso, tras ser atado por orden del rey, como signo de la esclavitud elegida, será echado a las tinieblas de fuera (Mt 22,13) en las que ya se encontraba y deseaba estar su corazón aun estando dentro de la sala del convite.

    La enseñanza que nos transmite el evangelio podríamos desglosarla en tres puntos. En primer lugar, Dios nos invita a su Reino sin ser merecedores de ello, por pura gratuidad. En segundo lugar, el llamado no puede conformarse con aceptar la invitación al margen de su vida, sino que dicha aceptación conlleva el “revestirse” del perdón y de la gracia ofrecidas para vivir en conformidad con la voluntad de Dios que la llamada ilumina y que, en Cristo, se manifiesta como servicio y amor extremo hacia el prójimo. Por último, quien rechaza la invitación o rehúsa vivir en conformidad con ella, será excluido del banquete, es decir, de la vida de comunión con Dios, e irá a ocupar el sitio de la “no-vida” por el que ha optado, esto es, tendrá una existencia que palpitará en la oscuridad que es la incomprensión y el sinsentido absolutos, pues sólo Dios, que es Luz, da sentido a la existencia, y junto con las tinieblas gustará la división, el odio, la separación y el aislamiento (unas situaciones “vitales” a las que el “rechinar de dientes” estaría aludiendo).

    Dios no puede perdonar, salvar, purificar y santificar a quien rechaza su salvación y prefiere permanecer indócil, endurecido y encerrado en su egoísmo. Como decía San Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Sí, la humildad y la mansedumbre son necesarias para que el Señor pueda colmar nuestro corazón con el don de su Espíritu Santo, con su amor y felicidad.

    En su epístola a los Filipenses, Pablo asegura que Dios, cuya riqueza y generosidad extremas han quedado manifestadas en su Hijo Jesucristo, proveerá a todas las necesidades de aquellos que a Él se acogen (Cf. Flp 4,19), pidámosle pues en esta Eucaristía, banquete sacramental de las bodas del Cordero con su Esposa la Iglesia, que nos haga humildes y mansos de corazón para reconocer y confesar nuestra indigencia e indignidad, y para que acogiendo así su perdón seamos revestidos de su amor, del amor que, purificándonos y santificándonos, nos hace participar dignamente en estos sagrados misterios con los que somos fortalecidos para poder vivir amando al prójimo como nosotros mismos estamos siendo amados. Sólo así vestiremos el traje apropiado para participar en las bodas eternas, un traje “de lino deslumbrante de blancura”, de ese lino que no es sino el símbolo de “las buenas acciones, de las acciones llenas de amor que los santos de Dios realizan” (Cf. Ap 19,8).

 

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