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Luz en mi Camino

16 octubre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 29º Domingo del tiempo ordinario (A)

Is 45,1.4-6

Sl 95(96),1.3-5.7-10

1Te 1,1-5b

Mt 22,15-21

El evangelio de este domingo narra el conocido episodio del tributo debido al César, una temática que se ve introducida, de alguna manera, por la primera lectura de Isaías, en la que Dios aparece como el Señor de la historia que, en su omnipotente sabiduría, gobierna y dirige los poderes paganos para que realicen su diseño salvífico. Tal es lo que sucedió con el gran conquistador y rey de Persia y Media, Ciro, a quien Dios guió para que favoreciese a su pueblo Israel sin que el mismo rey tuviera conciencia de ello. En su visión imperialista, Ciro permitió que los israelitas regresasen el año 538 a.C. a Palestina y reconstruyesen Jerusalén y el templo, pero detrás de su interés dominante YHWH-Dios estaba realizando su voluntad y llevando a cumplimiento las promesas proféticas sobre la restauración de Israel después de estar exiliado 70 años en Babilonia (Cf. Jr 25,11; 29,10; 33,10-13).

    Este poder universal de Dios desplegado en la historia nos enseña que, en relación con los gobiernos (sean del signo que sean) o con los ateos o los miembros de otras confesiones religiosas, no todo es negativo, sino que — por la acción de Dios —, existen cosas buenas que tenemos que aprender a discernir y a valorar adecuadamente. Hemos de tener en cuenta además que la existencia del poder político en el mundo corresponde a la voluntad de Dios, por lo que en el Nuevo Testamento se exhortará a los cristianos a “someterse” a las autoridades constituidas (Cf. Rm 13,1.7; 1Pe 2,13); una actitud sobre la que alude indirectamente el episodio evangélico hodierno.

    En tiempos de Jesús, Palestina formaba parte del imperio romano y, en cuanto tal, estaba sometida a tres clases principales de impuestos. Uno era aquel del templo, destinado a sostener el culto y pagado en siclos, moneda judía considerada “limpia” frente a las “sucias” monedas griegas y romanas que circulaban por Palestina; este era el motivo por el que había cambistas a la entrada del templo de Jerusalén. Otro era el impuesto de aduana, que era cobrado por los publicanos. Por último, todo hebreo, a excepción de los niños menores de 12 años y de los ancianos mayores de 65 años, pagaba el tributo personal al César (probablemente un denario) en señal de sumisión al poder romano.

    Entre todos estos impuestos, el tributo del César era considerado por los hebreos piadosos una verdadera humillación y una evidente dificultad para su vida religiosa, pues significaba reconocer explícitamente el dominio extranjero y renunciar, implícitamente, al rey-Mesías anunciado por los profetas y esperado por Israel. Los zelotes, entre los que también había una minoría farisea, encontraban en este impuesto un motivo que justificaba con creces el porqué de sus tendencias antirromanas, las cuales les llevaban a prohibir el pago del tributo a sus secuaces y a incitar abiertamente a la revuelta armada contra las tropas imperialistas.

    Teniendo en cuenta este contexto, los fariseos, queriendo deshacerse de Jesús, se reúnen y resuelven alevosamente tentar a Jesús planteándole la espinosa cuestión sobre el tributo debido al César, con el fin de “atraparle” en alguna palabra. Están seguros de que de este modo pondrán a Jesús entre la espada y la pared, entre la política del emperador y la religión mosaica judía, entre la opresión pagana y la pertenencia o no al pueblo elegido por YHWH. Pero para que este argumento pudiera ser efectivo, los fariseos necesitaban el apoyo de los herodianos. Unos, los fariseos, podrían minar la reputación de Jesús ante el pueblo acusándolo de no ser fiel a la religión de los padres; otros, los herodianos, amigos y partidarios de Herodes Antipas (Tetrarca de Galilea y Perea entre el 4 a.C. y el 39 d.C.) y favorables a Roma, le podrían acusar de atentar contra el César. Esta extraña asociación de ambos grupos continuará en tiempos de Herodes Agripa I (41-44 d.C.), el rey que ordenó asesinar al apóstol Santiago y encarcelar a Pedro para complacer a los judíos (Cf. He 12,1-5).

    Pero antes de plantear la pregunta, los discípulos de los fariseos junto con los herodianos comienzan hablando a Jesús con una captatio benevolentiae, diciéndole: «Maestro, sabemos que eres íntegro y que enseñas el camino de Dios con verdad y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas» (Mt 22,16). Afirman, por tanto, que en Jesús no existe doblez alguna porque su vida y su enseñanza se ajustan perfectamente al querer de Dios. Pero esta verdad suena hueca y engañosa en los labios de estos interlocutores, ya que su intención es hacer que Jesús, a través del halago, se envanezca y, perdiendo el control de su pensamiento y conducta, conteste sin considerar adecuadamente las nefastas consecuencias que su respuesta le puede acarrear. Y es que el “halago” que procede de corazón perverso “rompe el alma” (Cf. Pr 15,4) y se asemeja a ese “regalo” que, como dice la Escritura, pretende enturbiar la mente del sabio: «Presentes y regalos ciegan los ojos de los sabios” (Sir 20,29a).

    Preparado, pues, el terreno con dicha lisonja, plantean la pregunta abiertamente: «Danos, pues, tu opinión: ¿Es lícito o no pagar el tributo al César?» (Mt 22,17). La funesta red está echada, ya que si Jesús responde de modo negativo, entonces los herodianos le acusarán ante las autoridades romanas de ser un sedicioso, y todo el peso político y judicial caerá sobre él. Y si su respuesta es positiva, serán entonces los fariseos quienes le acusarán ante el pueblo de apoyar al régimen opresor, de traicionar los sentimientos patrióticos judíos y de ser un falso-profeta porque no denuncia el abuso de poder y la opresión del poder invasor, a semejanza de los profetas veterotestamentarios con los que muchos le comparaban (Cf. Mc 6,15; 8,28).

    Jesús, sin embargo, corroborando “su sinceridad y su libertad frente a la condición de las personas”, desenmascara y denuncia primeramente la malévola intención de sus contrarios diciéndoles: «¡Hipócritas!, ¿Por qué me tentáis?» (Mt 22,18); y a continuación les responde por una tercera vía que les dejará asombrados (Cf. Mt 22,22). Ésta es la única vez que Jesús se pronuncia de manera explícita sobre cuestiones políticas, y lo hace conjuntando la acción simbólica y las palabras que la interpretan. El símbolo es aquel de la moneda, en concreto el denario con el que seguramente se pagaba el tributo y que, como afirman los fariseos y herodianos, tenía acuñada la imagen y la inscripción del emperador reinante que le acreditaban como propietario. En aquel entonces, el denario llevaba la efigie de Tiberio y la inscripción, que refería las pretensiones divinas con que ejercía el poder imperial, decía en la cara: «Tiberio César (= emperador), hijo del divino Augusto»; y en la cruz: «pontífice (= Sumo Sacerdote) máximo». La moneda implicaba, por lo tanto, el sometimiento y la obediencia al poder político y religioso del emperador, y su imagen (eikōn) grabada constituía para el religioso hebreo una provocación añadida y una verdadera causa de idolatría porque transgredía el mandamiento de la Ley que prohíbe la reproducción de imágenes de hombres o animales (Cf. Dt 5,8).

    Ahora bien, en cuanto tenían denarios, los fariseos y herodianos no sólo demostraban su falta de escrúpulos a la hora de introducir una moneda “impura” en el Templo, que es donde está teniendo lugar la controversia (Cf. Mt 21,23), sino también que pagaban el impuesto y que reconocían, de uno u otro modo, el poder imperial. Y así se lo da a entender Jesús cuando les invita a continuar haciendo lo que ya hacen, es decir, pagar el tributo al César “devolviéndole” la moneda que le pertenece.

    Jesús reconoce la legitimidad y la autonomía del poder político, pero al mismo tiempo distingue entre la esfera política y la religiosa (aunque ambas no se contrapongan necesariamente entre sí). Por un lado, deja que cada uno decida en conciencia qué hacer respecto al tributo, y, por otro, afirma que la fidelidad al único y verdadero Dios es prioritaria y esencial: “Hay que dar a Dios lo que le pertenece”. Pero, ¿qué es lo que le pertenece a Dios?

    El término “imagen”, previamente empleado, conduce a recordar precisamente aquellas palabras de la Escritura que revelan la esencia del hombre, creado por Dios «a su imagen» (Gn 1,27). Esto significa que el ser humano en su realidad más íntima y esencial tiene “grabada” su pertenencia a Otro, es decir, a Dios. Lo que “pertenece a Dios” es el ser humano, por eso, aunque el poder del estado sea real y no deba ser anulado por una teocracia (como pretenden los fariseos) en la que se identifique el altar con el trono real, dicho poder tiene unos límites precisos e inviolables que no debe traspasar en relación con el hombre, en cuanto a dominar, absorber y determinar su persona y su genuina realidad espiritual (como podrían pretender los herodianos). La sentencia de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y dad a Dios lo que es de Dios», desea iluminar también esa tensión y constituye una seria advertencia, por medio de la cual “enseña con veracidad el camino de Dios” (Cf. Mt 22,16) que el oyente tendrá que concretar en su vida cotidiana.

    El hombre tiene, por lo tanto, el deber civil y moral de colaborar en la vida política y en el bien común de la sociedad pagando los impuestos. Por eso quienes tienen por norma practicar sin pudor alguno la evasión fiscal cometen un pecado contra la caridad fraterna. De igual modo son condenables las tendencias “espiritualistas” sectarias que, considerando a la política y al estado instrumentos del Mal (como sostienen, por ejemplo, los Testigos de Jehová), tienden a aislar a las personas y a separarlas de la vida social, impidiéndoles trabajar en las múltiples estructuras y movimientos que se afanan por ayudar al bienestar humano.

    Ahora bien, con sus palabras, Jesús deja entrever que la conciencia y la dignidad humana son autónomas e inviolables porque pertenecen a Dios, por lo que ningún poder político debe anularlas o manipularlas a su propio beneficio. Esto significa que si la política se inmiscuye en cosas no-temporales como son el aborto, el divorcio, la eutanasia, la enseñanza religiosa y la manipulación interesada de las conciencias a través de la educación, entonces la Iglesia debe denunciarlo y proclamar el Evangelio de la vida sin miedo. La obediencia a Dios está por encima de aquella del Estado, y, abarcando todos los ámbitos de la vida, debe sustentar y superar la realización de cualquier precepto o ley.

    Por consiguiente no existe una mitad del ser humano de índole espiritual que pertenece a Dios y otra mitad de índole material o cultural que pertenece al César. El testimonio cristiano es también civil y público y está llamado a penetrar dentro de los eventos históricos y sociopolíticos colaborando con espíritu firme y con toda justicia y autenticidad. Todo esto quiere decir que, aunque habitualmente ignorados, desatendidos y poco testimoniados en nuestra vida y en nuestra predicación evangélica, el obrar fiscal justo, las decisiones políticas, las obligaciones sociales, la educación pública, la economía, la cultura y el empeño público por la justicia, forman parte integrante de la moral cristiana.

 

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