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Luz en mi Camino

23 septiembre, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Sexto Domingo del Tiempo Ordinario

Am 6,1a.4-7

Sl 145(146),7-10

Lc 16,19-31

1Tim 6,11-16

La primera lectura, tomada del profeta Amós, es afín al texto evangélico. Se condena a los ricos de Samaria que, complacidos en sus bienes, terminarán por destruir el reino con su necedad y con su desenfrenado modo de disfrutar las riquezas. Con la parábola evangélica, Jesús recuerda el peligro de las riquezas y pone en guardia sobre su uso. La riqueza debe servir para promover el Reino de Dios y su justicia, debe ayudar a salvarse a aquel que la posee y a aquellos que, por su medio, son ayudados a vivir y a gustar así la providencia y la misericordia divina.

«Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite» (Lc 16,31). Estas palabras de Jesús evidencian que la Ley divina, el Decálogo y los profetas, es decir, todo el Antiguo Testamento, continúan siendo válidos también hoy. Por lo tanto, la enseñanza que esos textos veterotestamentarios nos proponen en relación con la injusticia en el ámbito económico debemos considerarla sumamente relevante para nosotros, habida cuenta, asimismo, que la injusticia denunciada por los profetas ha sido iluminada ratificada y condenada por Dios mismo a lo largo de los siglos.

En el ámbito económico, las relaciones entre los hombres están mediadas por los bienes materiales. La injusticia, en este caso, se manifiesta cuando el deseo y la posesión de las cosas no respetan y no promueven la vida del ser humano, sobre todo aquella del prójimo. Respecto al Decálogo, evocaríamos los mandamientos de la última parte, en particular asume gran preponderancia el precepto de “no desear nada de lo que pertenece al prójimo” (Cf. Ex 20,17; Dt 5,21; Mi 2,2), dado que la codicia de acumular bienes conduce a la violencia del robo, al adulterio e, incluso, al homicidio.

Es cierto que el “poseer bienes” es una necesidad vital, dado que para poder vivir es indispensable tener comida, bebida, vestidos, un techo donde cobijarse, campos que cultivar, etc. Son necesarios bienes de consumo, cuyo símbolo suele ser el “pan”, y son necesarios bienes de producción cuyo elemento o signo relevante en la tradición israelita es la “tierra”. Además, hay una tendencia justa que impulsa a que la relación con los bienes esenciales sea estable y plena, buscando, sobre ese particular, la “calidad” de vida como expresión del auténtico vivir. Ahora bien, tampoco es extraño que de este modo se pase (muy pronto e injustificadamente) de lo simple y necesario a lo innecesario, banal y exagerado, en concreto: se pase del comer para vivir a saciarse de modo habitual y gulosamente con los alimentos más exquisitos y con los vinos más deliciosos en las copas más preciosas, del vestido común y ajustado al modo de vestir de la gente más sencilla a la preocupación por vestir a la moda y por tener a disposición vestidos y trajes de los materiales y firmas más caras y afamadas, de la casa sencilla a la mansión más bella, espaciosa y espléndidamente amueblada y adornada, y así podríamos seguir indicando el paso de lo necesario a los excesos y a la esclavitud en la que éstos terminan por someternos.

Por otra parte, tampoco es exacto sostener que la Biblia aprecie de tal modo la pobreza que juzgue injusta y malvada toda forma de riqueza, basta pensar en el hecho de que la bendición de Dios toma la forma de donación de abundantes bienes materiales (Cf. Abraham: Gn 13,2.6; el “justo”: Sl 112,3; al que es fiel a la alianza: Lv 26,3-13; Dt 28,1-14), y el que Cristo mismo prometa el ciento por uno ya en esta vida a quien haya dejado todo por seguirle (Cf. Lc 18,28-30).

En cuanto a la justicia divina respecto a todo esto que estamos comentando, lo verdaderamente importante no es la relación del individuo con los bienes, sino la relación que una persona tiene con otra a través de la mediación de tales bienes. El deseo legítimo de poseer, y de poseer cosas bellas de modo cada vez más seguro, no es, según la Escritura, puesto en cuestión por la concepción ascética que únicamente mira a aquello que es esencial. Es el rostro del prójimo y su absoluto derecho a la vida los que cuestionan radicalmente toda forma de posesión. De hecho, es el prójimo, vestido de pobre, el que se convierte en revelador de la injusticia (que es un modo cruel de violencia, según indica el vocablo hebreo jāmās, Cf. Am 3,10; 6,3) de Israel y, cierto, de cada uno de nosotros cuando no nos hacemos próximos del necesitado que está junto a nosotros para ayudarlo vivir con nuestros bienes.

El texto de Amós, como hemos señalado, describe el estilo de vida de los ricos habitantes de Samaria, a los que el profeta critica duramente. Todas las acciones enunciadas (comer, cantar, beber, perfumarse) se realizan en un contexto de suntuosidad: las camas son de marfil, los alimentos suculentos (corderos y terneros), beben en anchas copas, se ungen con los mejores aceites, y acompañan sus canciones con los más diversos instrumentos musicales (Cf. Am 6,4-6). La vida se desarrolla en Samaria del mejor de los modos posibles. Es una especie de solemne celebración festiva que se alarga en el tiempo y que parece ser signo de una dicha utópica, casi paradisiaca. ¿Acaso no es una bendición de Dios abundar de todas estas cosas y poder disfrutarlas?

Ciertamente que esa vida podría ser una buena cosa si tal felicidad no estuviera acompañada por el desinterés hacia aquellos que, lejos de vivir opíparamente, no tienen ni siquiera lo necesario para subsistir: «mas no se afligen por el desastre de José» (Am 6,6). Es lo mismo que acurre con el rico de la parábola evangélica, que «vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas» (Lc 16,19), pero no se preocupaba en absoluto de aquel pobre mendigo llamado Lázaro que estaba tendido a la puerta de su casa. Aquel hombre pobre no le importaba nada a aquel rico que, cegado por sus riquezas, no era consciente de que su alma estaba inmersa en la más terrible pobreza y miseria, en la más absoluta insensibilidad hacia la compasión y la misericordia.

En aquella frase de Amós y en la situación ilustrada por Jesús, se delinea la silueta de la víctima. La predicación de Amós se desarrolla en el Reino del Norte durante el reinado de Jeroboam II (783-752 a.C.), en un periodo en el que Israel no estaba sometido por ninguna nación extranjera y vivía momentos de expansión económica. La sociedad de aquel momento se creía segura y brillante, aunque detrás de aquella apariencia Amós revela una sociedad corrompida y en descomposición (¿Nos recuerda a la nuestra?). Los pequeños propietarios eran desposeídos de sus tierras y reducidos a la esclavitud; los comerciantes estaban en pleno desarrollo y los ricos dominaban todo. El profeta acusa a los grandes del reino de Samaria y evoca la pérdida de algunos territorios del Reino del Norte (“el desastre de José”) en los últimos años de Jeroboam II, y a las miserables condiciones del pueblo que, en aquel momento, sufría las consecuencias del lujo de los ricos. Sea como fuere, tanto en Amós como en Lucas, se condena el egoísmo, el gozar de todo sin preocuparse de los que están pasándolo mal y se encuentran justo al lado de uno mismo.

Amós critica duramente tres aspectos: el lujo, la falsa seguridad y el orgullo. El lujo de los ricos manifiesta su egoísmo no su bondad y la bendición de Dios; sólo se preocupan de gozar de la vida, sin tener en cuenta a aquellos que están mal, es decir, a los más miserables del pueblo que están padeciendo las consecuencias de su suntuosa y festiva existencia (Cf. Am 6,4-6).

La falsa seguridad es aquella que provocan las riquezas. Conducen a pensar que el “día funesto” jamás llegará, y que se podrá hacer frente fácilmente a la escasez o a la guerra porque se poseen muchos bienes. Cegados por los bienes, no se dan cuenta de que tal seguridad es fruto de la “violencia” que hacen a los demás, es decir, con su enriquecimiento injusto causante de desgracias están acercando “un estado de violencia” que, muy pronto, se volverá contra ellos mismos (Cf. Am 6,3).

El orgullo se manifiesta en pretender ser la mejor de las naciones (Cf. Am 6,2). Es la soberbia que empuja a enriquecerse y que se manifiesta en el lujo desenfrenado que pretende inspirar un respeto que, sin embargo, ha sido obtenido a precio de la violencia ejercida contra los más desfavorecidos y necesitados del pueblo.

Es cierto que cuando hay carestía o guerra, aquellos que poseen muchos bienes pueden hacer frente a las necesidades de un modo mucho más fácil, y también podemos decir que es sabio el que acumula durante el tiempo de las vacas gordas, para no encontrarse sin nada en el momento de las vacas delgadas. Pero el problema surge cuando, para alejar el día de la miseria, se “acerca el dominio de la violencia” (Cf. Am 6,3) y, en consecuencia, la “seguridad” de unos es a costa, o consecuencia, de la “violencia” que se ejerce sobre otros. ¿No es esta la situación de nuestro mundo, y no sólo a nivel individual sino también entre las naciones? Estamos emplazados en una situación injusta causada por la corrupción con que se ha obrado para obtener riquezas en los últimos tiempos (de vacas gordas) y, como consecuencia, la desgracia y la violencia están llamadas a crecer e imperar en nuestro entorno (durante el tiempo de las “vacas flacas”).

Para los notables de Samaria hay un sucinto anuncio de su castigo: el lujo en el que viven es condenado porque muy pronto la orgía, el convite, cesará (Cf. Am 6,7); y cesará porque serán exiliados y, de ese modo, será condenada su falsa seguridad. En efecto, aquellos que pensaban ser “los primeros entre las naciones” irán los primeros al exilio, “a la cabeza de los cautivos” (Am 6,7). Pocos años después de las palabras del profeta, Dios confió su juicio a los asirios, quienes en el año 722-721 a.C. redujeron a polvo los palacios de Samaria y deportaron al exilio a aquellos notables samaritanos, a aquellos sibaritas que buscaron su seguridad en las riquezas en vez de en YHWH-Dios.

Jesús introduce en esta enseñanza sobre el buen uso de las riquezas otro tema: el cambio de destinos después de la muerte, la antítesis entre el presente escandaloso de la historia humana y el Reino de Dios futuro en el que los miserables serán glorificados y los ricos humillados en el sufrimiento de su propio egoísmo y soberbia. Al rico del evangelio, de hecho, le llegará la desgracia después de muerto, cuando se vea en el Hades, en el definitivo exilio del infierno (Cf. Lc 16,23).

Durante su existencia terrena, el rico no hacía aparentemente ningún mal, pero para quien desea vivir en la fe y en la caridad cristiana eso no es suficiente. Somos exhortados a “hacer a los demás lo que queremos que ellos hagan con nosotros” (Cf. Mt 7,12; Lc 6,31). El rico no hacía el mal, pero omitía hacer el bien que habría tenido que hacer.

Es necesario fundar la vida sobre la palabra de Dios y no sobre un milagro que asombre, como pide el rico desde el sufrimiento en el que se encuentra (Cf. Lc 16,17). Sin embargo, aquel que tiene la conciencia entenebrecida por el egoísmo, el corazón seducido por el placer, el alma arrastrada detrás de los bienes terrenos, el oído sordo por el fragor de la diversión, no consigue entrar en la invitación a la conversión presente en Moisés y en los profetas, es decir, en las Escrituras (Cf. Lc 16,29.31). El que se acostumbra a una vida placentera y espectacular se incapacita para escuchar la voz del Maestro divino que habla en la intimidad del corazón.

La enseñanza es clara: no hemos de dejar que se establezca una separación entre nosotros y los pobres, hermanos nuestros que sufren y no tienen lo necesario para vivir. Debemos ayudarlos y preocuparnos por su bien. Es a ello a lo que exhorta Pablo a Timoteo, a que huya del mal y busque “la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre” (Cf. 1Tim 6,11). Para ello hemos de combatir la buena batalla de la fe, dando testimonio cada uno de su propia fe en la vida concreta.

El camino de la justicia y del amor que Jesús encarna y desvela, camino que revela el corazón mismo de Dios, debe ser elegido sin repugnancia y sin tratativas ya ahora, hoy mismo. Decidir por miedo a la muerte es un primer paso, pero todavía no hace digno al que así elige de poseer el Reino de Dios; decidir tras la muerte no es posible, es demasiado tarde porque allí los destinos ya están sellados. Elijamos ahora, hoy mismo, dicho camino, y hagamos dicha elección por Cristo, con Él y en Él, conscientes de que es el único Camino que asegura la entrada en “el seno de Abraham”, imagen simbólica que en el ámbito hebreo expresa la paz perfecta en el Reino de Dios, en la comunión de vida con Dios y con los justos.

 

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